III.- CREO –
CREEMOS
En
el cristianismo, lo primero de todo es la Revelación
de Dios, que ha hablado; la Fe
es la respuesta del hombre a esa
Revelación de Dios. Nos fiamos de Dios porque Él ha hablado primero y, lo más
importante, nos ha amado primero. Dios es creíble y deseable. Nadie ni nada lo
es como Él. Nadie como Él posee la autoridad de la verdad y la credibilidad
del amor.
Dios es el primero en todo
Cuando
en el seno de la Trinidad así lo decidieron, el Hijo se encarnó, se hizo carne
de nuestra carne, historia de nuestra historia, tiempo de nuestro tiempo. Y,
para que descubriéramos con seguridad lo que Dios quería de nosotros, nos
reunió en familia, en «Iglesia» (que significa ‘reunión de los que han sido
llamados’), y nos hizo hijos adoptivos de Dios, gracias al Espíritu Santo, y,
por lo tanto, herederos de una vida que nunca concluirá.
Los hombres llevamos dentro un
«chip» que nos hace religiosos
Cada
uno de nosotros, desde que nacemos, venimos con un «deseo interior» de conocer y de amar a Dios. Como afirmaba
sabiamente san Agustín: «Nos has hecho
para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti». Como
somos imagen de Dios, llevamos inscrito en nuestro corazón este deseo de verlo
y de amarlo. Aunque a menudo ignoremos tal deseo o nos neguemos a creerlo. Lo
más importante es que Dios mismo no cesa de atraernos hacia Él. Porque solo en
Él encontraremos la plenitud de la verdad, de la belleza, de la bondad y de la
felicidad. En consecuencia, cada uno de nosotros, somos «religiosos», porque buscamos naturalmente a Dios y somos
capaces de entrar en diálogo y en comunión con Él. Podemos afirmar, entonces,
que esta necesi-dad de Dios y el poder entrar en diálogo con Él, y de amarlo,
es lo que fundamenta nuestra dignidad humana más profunda y lo que nos diferencia
de cualquier otro ser creado.
Lo
religioso en el ser humano no es algo artificial o yuxtapuesto (como una camisa
que quitamos o ponemos). Somos, como una cebolla con muchas capas. Entre esas
capas, está la dimensión religiosa. Todas las dimensiones son importantes y no
podemos arrancar ninguna porque entonces nos quedamos sin cebolla y llorando.
Podemos conocer y amar a Dios
Lo
más importante de la Fe cristiana es una frase: «Creo, en ti», no solo «creo en
algo». La Fe es encontrar un tú que me sostiene.
Dios
nos ha hecho personas, criaturas personales. La Persona, con
mayúsculas, es Dios mismo. Las características de un ser personal son, al menos,
cuatro:
Características
de un ser personal
|
Dios
|
Se autoconoce (no solo conoce cosas);
|
Dios se autoconoce sin fisuras
|
Es libre;
|
Es libre totalmente
|
Es capaz de relacionarse desde el amor;
|
no solo ama, sino que es el Amor
|
Es creativo
|
Es Creador, no solo creativo
|
Entonces,
si el ser humano es persona e imagen de Dios, puede conocer las cosas de Dios
y amar a Dios mismo. Con la razón y con la capacidad de admirarnos y gustar lo
bello, lo bueno y lo verdadero, podemos conocer que Dios es el origen de todo
cuanto existe, que Él sustenta todo y que Él es el fin al que iremos. De Él hemos
salido y a Él volveremos.
Cuando
afirmamos que podemos conocer a Dios, nos estamos refiriendo a que podemos
rastrear su rastro y su rostro desde las maravillas que Él mismo ha creado.
No
obstante, conocer a Dios con la sola luz de la razón, conlleva muchas
dificultades. Por ello, Dios ha querido revelarse, abrirse, descubrirnos sus
secretos y compartirlos.
Para dialogar
·
El Catecismo "Esta es nuestra fe" de la CEE
resume: Los hombres pueden conocer a
Dios en las obras de la creación, en acontecimientos señalados de la vida
humana, en el anhelo de felicidad que sientan en su corazón y en la voz de la
conciencia.
·
¿Tienes experiencia de haber sentido a Dios alguna vez
a través de estas vías: la belleza de la conciencia, acontecimientos fuertes
en tu vida, el deseo de felicidad, la voz de la conciencia...?
|
Es
real y verdadera la posibilidad de conocer a Dios con la capacidad de la sola
razón humana. Pero existe otra forma más directa de conocer a Dios. Las
criaturas solo indirectamente llevan a Dios; la Revelación nos muestra cómo se
da a conocer Dios a Sí mismo, directamente. Y se revela a Sí mismo, revelando a
la vez sus planes y proyectos, su plan salvífico, para el hombre.
En
el conocimiento de Dios mediante la Fe, el hombre acepta como verdad todo lo
que Dios ha revelado y, además, este hecho lo introduce, al mismo tiempo, en
una relación profundamente personal con Dios mismo que se revela.
El punto culminante de la revelación es
Jesucristo. ¿Qué es lo más importante para nosotros? Que nos va a suceder lo mismo que aconteció a
la naturaleza humana de Jesucristo: si dejamos que el Espíritu Santo nos
trabaje interiormente seremos capaces de llegar a ver y abrazar a Dios mismo.
Estamos llamados a ser mucho más que «criaturas»: somos hijos de Dios en el Hijo, Jesucristo.
·
Adán y Eva: Invitación - Rechazo - Promesa de salvación
·
Abrahán: Dios forma a Israel como su pueblo...
·
Moisés: Regala a este pueblo escogido su Ley
·
Profetas: Manifiestan el amor de Dios a su pueblo y
anuncian la salvación de Dios
·
Jesucristo: La más plena y definitiva etapa de la
Revelación de Dios es la del Verbo encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud
de la Revelación. En cuanto Hijo único de Dios y hecho hombre, Él es la
Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el regalo del
Espíritu, la Revelación de lo que Dios es ya se ha dado plenamente, aunque la
Fe de la Iglesia deberá comprender gradualmente y explicar todo su alcance a
lo largo de los siglos.
Creer en sentido cristiano quiere decir
acoger la definitiva auto-Revelación de
Dios en Jesucristo, respondiendo a ella con un «abandono en Dios», del que
Cristo mismo es fundamento, vivo ejemplo y mediador salvífico. Como dice el
Concilio: «... no hay que esperar otra
revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro
Señor» (Dei Verbum, 4). Creer cristianamente, es responder
a la invitación de Jesús mismo: «Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn
14,1).
A
la luz de todo lo anterior, hay que repetirlo sin ataduras ni complejos: el cristianismo no es ética ni moral, no
son prácticas ni normas, no es filosofía ni literatura, no es ni siquiera la
religión «de un libro revelado». Se centra en un acontecimiento real e
histórico que, a su vez, lo supera: el misterio integral de la persona de
Jesucristo. Él es el camino, la verdad y la vida. O, con palabras del papa Benedicto
XVI, quien se encuentra con Cristo no solo no pierde nada, sino que gana todo.
Dios
puede hablar, y así lo ha hecho, a personas particulares. Pero todas estas
revelaciones son auténticas cuando no van en contra o traten de añadir algo al
mensaje de Jesucristo.
Originalidad de la Fe cristiana
-La
Fe es una respuesta personal del
hombre a Dios que se revela a Sí mismo.
-La
Fe es un don de Dios: «Para dar esta
respuesta de la Fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos
ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón,
lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar
y creer la verdad» (Dei
Verbum,
5).
-La
Fe permite al hombre la comprensión cada vez más profunda de los contenidos
revelados.
-La
Fe, además de don de Dios, es un acto de
libre voluntad. La Fe se propone, no se impone.
-La
Fe, al igual que la religión, es una cuestión
de conciencia que todo Estado debe respetar. Esta es la base del derecho
de libertad religiosa. Pero, a su vez, cada persona
tiene la obligación de buscar la verdad
en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, llegue
a formarse juicios rectos y verdaderos de conciencia. Esta búsqueda de la
verdad mediante la libertad interior y la responsabilidad de conciencia del
creyente es una característica muy importante de la fe cristiana.
Dios garantiza su revelación por
medio de la Tradición Apostólica
¿Dónde
podemos encontrar lo que Dios ha revelado para adherirnos a ello con nuestra
Fe convencida y libre? Hay un «sagrado
depósito», del que la Iglesia toma sus contenidos. Cristo mandó «a los Apóstoles predicar a todo el mundo el
Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta,
comunicándoles así los bienes divinos» (Dei
Verbum,
7). Ellos ejecutaron la misión que les fue confiada ante todo mediante la predicación oral, y al mismo tiempo
algunos de ellos «pusieron por escrito
el mensaje de salvación inspirados por el Espíritu Santo» (Dei
Verbum,
7). Así se formó la transmisión de la Revelación divina en la primera
generación de cristianos: «Para que este Evangelio se conservara siempre vivo e
íntegro en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, dejándoles su función en
el magisterio».
Dios
desea que todos los hombres lleguen a conocerle y, lo más importante, a
participar de su misma vida eterna. Por ello, no hay que privar a nadie de que
pueda conocer y vivir a Jesucristo mismo, mediante el Espíritu Santo. A esto
se llama anunciar a Jesucristo, o evangelizar, o misión. Ahora bien, el misionero, el evangelizador, el pregonero
de Jesucristo no se puede predicar a sí mismo o cosas inventadas por él: tiene
que anunciar, con honestidad y fidelidad, a Jesucristo. Y, siempre, en la
misma onda y con las mismas claves que lo hace la Tradición viva de la Iglesia.
La
Tradición Apostólica es la
transmisión del mensaje de Cristo llevada a cabo, desde los comienzos del
cristianismo, por la predicación, el testimonio, las instituciones, el culto y
los escritos inspirados. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los
obispos y, a través de estos, a todas las generaciones hasta el fin de los
tiempos todo lo que habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo.
Se
llama Tradición a la línea de continuidad que engarza nuestros días con el
inicio del cristianismo. La línea de continuidad más autorizada, en cuanto a
personas se refiere, son los obispos,
verdaderos sucesores de los Apóstoles.
Intérpretes autorizados de la
Revelación
Lo
que Dios ha ido revelando, especialmente en el misterio de Jesucristo, ha sido
confiado por los Apóstoles a toda la Iglesia, a todo el Pueblo de Dios.
No
obstante, la interpretación auténtica de
lo que creemos, corresponde solo al Magisterio vivo de la Iglesia, es
decir, al sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, y a los obispos en comunión con
él.
He
aquí una nueva característica de la Fe: creer de modo cristiano significa
también aceptar la verdad revelada por
Dios, tal como la enseña la Iglesia.
La relación entre Escritura,
Tradición y Magisterio
Escritura,
Tradición y Magisterio están tan estrechamente unidos entre sí, que ninguno de
ellos existe sin los otros. Juntos, por la fuerza del Espíritu Santo,
contribuyen eficazmente, cada uno a su modo, a la salvación de los hombres. Lo
que la Tradición vive o anuncia y lo que en la Escritura se lee, son una y la
misma realidad, porque tienen al mismo autor: el Dios de la Revelación
cristiana, cuya plenitud reveladora es Jesucristo. Por eso el Magisterio del Papa
y de los obispos no puede separarse de la Tradición Apostólica y de la Sagrada
Escritura. El pegamento o cemento que une profundamente los tres es el Espíritu
Santo. Y los tres sirven a un único y valioso fin: que todos y cada uno de los
hombres y mujeres lleguen a encontrar su plenitud, lo más grande a lo que
están llamados, a vivir la misma vida de Dios para siempre.
La Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo
es su autor: por eso afirmamos que está inspirada y enseña sin error las
verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu Santo ha inspirado, en
efecto, a los autores humanos de la Sagrada Escritura, los cuales han escrito
lo que el Espíritu ha querido enseñarnos. La fe cristiana, sin embargo, no es
una «religión del libro», sino de la Palabra de Dios, que no es «una palabra
escrita y muda, sino el Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval).
La persona humana debe responder a Dios con Fe
El
filósofo católico X. Zubiri nos ha recordado que para los sabios griegos de la
antigüedad lo más importante era descubrir «la naturaleza de las cosas»; para
los romanos clásicos, la forma de convivir mediante unas leyes justas. Para
los judíos, lo decisivo era fiarse de Dios, la Verdad total y suprema. A este fiarse de Dios y responderle, lo
llamamos Fe. Dar a Dios una respuesta de Fe consiste en fiarse plenamente
de Él y acoger su Verdad, en cuanto está garantizada por Él mismo, porque Él
es la Verdad.
En
La Biblia, tenemos muchos ejemplos de hombres y mujeres que han respondido con
verdadera Fe a Dios. Destacan dos particularmente: en el Antiguo Testamento, Abrahán, que, sometido a prueba, «tuvo
Fe en Dios» (Rom 4,3) y siempre obedeció a su llamada; por esto se convirtió
en «padre de todos los creyentes» (Rom 4,11.18). Y, ya en el Nuevo Testamento,
la Virgen María, que supo vivir toda
su existencia en clave de Fe según lo expresó desde el mismo momento en el que
se le pidió aceptar el mensaje de Jesucristo: «Hágase en mí según tu palabra»
(Lc 1,38). A la luz de ellos, y de otros creyentes, descubrimos que creer en
Dios significa adherirse a Dios mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno
asentimiento a todas las verdades por Él reveladas.
Pero
la Fe no es solo un acto personal, como si siempre dijera «creo», es al mismo
tiempo un acto eclesial que se manifiesta en la expresión «creemos», porque,
efectivamente, es la Iglesia quien cree, y nosotros creemos por la Iglesia, en
la Iglesia y con la Iglesia. Ella, con la gracia del Espíritu Santo, precede,
engendra y alimenta la Fe de cada uno. Es la seguridad, también de que aquello
que creemos es cierto. La Iglesia expresa y fija las verdades de Fe en
fórmulas que nos permiten expresar, asimilar, celebrar y compartir con los
demás las verdades de la Fe, utilizando un lenguaje común.
Expresado
lo anterior, entendemos por qué la Iglesia fija los Credos o símbolos de la Fe,
que son fórmulas globales y articuladas de las verdades de nuestra Fe con las
que la Iglesia, desde sus orígenes, ha deseado fijar en un lenguaje común y
normativo lo que debemos creer todos los fieles. Los símbolos de Fe, o Credos o
profesiones de Fe más antiguos son los bautismales, es decir, los que
preparaban al Bautismo y se proclamaban en el momento de recibir el sacramento,
bien por el propio bautizado si era adulto, o bien por los padres y padrinos si
era un niño.
Entre
los varios símbolos de Fe antiguos, el más autorizado es el «símbolo apostólico» de origen antiquísimo y comúnmente
recitado en las oraciones del cristiano. En él se contienen las principales
verdades de la Fe transmitidas por los Apóstoles de Jesucristo. Otro símbolo
antiguo y famoso es el «niceno-constantinopolitano»,
que contiene las mismas verdades de la Fe apostólica autorizadamente explicadas
en los dos primeros Concilios Ecuménicos de la Iglesia universal: Nicea (325)
y Constantinopla (381). El uso de los símbolos de Fe proclamados como fruto de
los Concilios de la Iglesia se ha renovado también en nuestro siglo:
efectivamente, después del Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI pronunció la
profesión de Fe conocida como el «Credo
del Pueblo de Dios» (1968), que contiene el conjunto de las verdades de Fe
de la Iglesia y tiene en especial consideración los contenidos a los que había
dado expresión el último Concilio, o aquellos puntos en torno a los cuales se
habían planteado dudas en los últimos años.
Para la reflexión personal o en grupo
1. ¿Qué novedad
aporta el Dios de la Revelación cristiano cuando afirmamos que «Él siempre ha
tomado la iniciativa»?
2. ¿Por qué
afirmamos que la Fe cristiana no es solo algo individual, sino que encierra
una dimensión eclesial?
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