martes, 13 de noviembre de 2012

03 Capítulo III: Creo - Creemos



III.- CREO – CREEMOS


            En el cristianismo, lo primero de todo es la Revelación de Dios, que ha hablado; la Fe es la respuesta del hombre a esa Revelación de Dios. Nos fiamos de Dios porque Él ha hablado primero y, lo más importante, nos ha amado primero. Dios es creíble y deseable. Nadie ni nada lo es como Él. Nadie como Él posee la autori­dad de la verdad y la credibilidad del amor.

Dios es el primero en todo

            Cuando en el seno de la Trinidad así lo decidie­ron, el Hijo se encarnó, se hizo carne de nuestra carne, historia de nuestra historia, tiempo de nues­tro tiempo. Y, para que descubriéramos con seguri­dad lo que Dios quería de nosotros, nos reunió en familia, en «Iglesia» (que significa ‘reunión de los que han sido llamados’), y nos hizo hijos adoptivos de Dios, gracias al Espíritu Santo, y, por lo tanto, here­deros de una vida que nunca concluirá.


Los hombres llevamos dentro un «chip» que nos hace religiosos

            Cada uno de nosotros, desde que nacemos, venimos con un «deseo inte­rior» de conocer y de amar a Dios. Como afirmaba sabiamente san Agustín: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti». Como somos imagen de Dios, llevamos inscrito en nuestro corazón este deseo de verlo y de amarlo. Aunque a menudo ignoremos tal deseo o nos neguemos a creerlo. Lo más importante es que Dios mismo no cesa de atraernos hacia Él. Porque solo en Él encontraremos la plenitud de la verdad, de la belleza, de la bondad y de la felicidad. En con­secuencia, cada uno de nosotros, somos «religiosos», porque buscamos natural­mente a Dios y somos capaces de entrar en diálogo y en comunión con Él. Podemos afirmar, entonces, que esta necesi-dad de Dios y el poder entrar en diá­logo con Él, y de amarlo, es lo que fundamenta nues­tra dignidad humana más profunda y lo que nos di­ferencia de cualquier otro ser creado.
            Lo religioso en el ser humano no es algo artificial o yuxtapuesto (como una camisa que quitamos o ponemos). So­mos, como una cebolla con muchas capas. Entre esas capas, está la dimensión religiosa. Todas las dimensiones son importantes y no podemos arrancar ninguna porque entonces nos quedamos sin cebolla y llorando.

Podemos conocer y amar a Dios

            Lo más importante de la Fe cristiana es una frase: «Creo, en ti», no solo «creo en algo». La Fe es encontrar un tú que me sostiene.
            Dios nos ha hecho personas, criaturas persona­les. La Persona, con mayúsculas, es Dios mismo. Las características de un ser personal son, al me­nos, cuatro:

Características de un ser personal
Dios
Se autoconoce (no solo conoce cosas);
Dios se autoconoce sin fisuras
Es libre;
Es libre totalmente
Es capaz de relacionarse desde el amor;
no solo ama, sino que es el Amor
Es creativo
Es Creador, no solo creativo

            Entonces, si el ser huma­no es persona e imagen de Dios, puede conocer las cosas de Dios y amar a Dios mismo. Con la razón y con la capacidad de admirarnos y gustar lo bello, lo bueno y lo verdadero, podemos conocer que Dios es el origen de todo cuanto existe, que Él sustenta todo y que Él es el fin al que iremos. De Él hemos salido y a Él volveremos.
            Cuando afirmamos que podemos conocer a Dios, nos estamos refiriendo a que podemos rastrear su rastro y su rostro desde las maravi­llas que Él mismo ha creado.
            No obstante, conocer a Dios con la sola luz de la razón, conlleva muchas dificultades. Por ello, Dios ha querido revelarse, abrirse, descubrirnos sus secretos y compartirlos.


Para dialogar
·         El Catecismo "Esta es nuestra fe" de la CEE resume: Los hombres pueden conocer a Dios en las obras de la creación, en acontecimientos señalados de la vida humana, en el anhelo de felicidad que sientan en su corazón y en la voz de la conciencia.
·         ¿Tienes experiencia de haber sentido a Dios alguna vez a través de estas vías: la belleza de la conciencia, acontecimientos fuertes en tu vida, el deseo de felicidad, la voz de la conciencia...?



            Es real y verdadera la posibilidad de conocer a Dios con la capacidad de la sola razón humana. Pe­ro existe otra forma más directa de co­nocer a Dios. Las criaturas solo indirectamente lle­van a Dios; la Revelación nos muestra cómo se da a conocer Dios a Sí mismo, directamente. Y se revela a Sí mismo, revelando a la vez sus planes y proyec­tos, su plan salvífico, para el hombre.
            En el conocimiento de Dios mediante la Fe, el hombre acepta como verdad todo lo que Dios ha revelado y, además, este hecho lo introdu­ce, al mismo tiempo, en una relación profunda­mente personal con Dios mismo que se revela.
            El punto culminante de la revelación es Jesucristo. ¿Qué es lo más importante para nosotros? Que nos va a suce­der lo mismo que aconteció a la naturaleza humana de Jesucristo: si dejamos que el Espíritu Santo nos trabaje interiormente seremos capaces de llegar a ver y abrazar a Dios mismo. Estamos lla­mados a ser mucho más que «criaturas»: somos hi­jos de Dios en el Hijo, Jesucristo.


·         Adán y Eva: Invitación - Rechazo - Promesa de salvación
·         Abrahán: Dios forma a Israel como su pueblo...
·         Moisés: Regala a este pueblo escogido su Ley
·         Profetas: Manifiestan el amor de Dios a su pueblo y anuncian la salvación de Dios
·         Jesucristo: La más plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios es la del Verbo encar­nado, Jesucristo, mediador y plenitud de la Revela­ción. En cuanto Hijo único de Dios y hecho hom­bre, Él es la Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el regalo del Espíritu, la Re­velación de lo que Dios es ya se ha dado plenamente, aunque la Fe de la Iglesia deberá comprender gra­dualmente y explicar todo su alcance a lo largo de los siglos.

            Creer en sentido cristiano quiere decir acoger la definitiva auto-Revelación de Dios en Jesucristo, respondiendo a ella con un «abandono en Dios», del que Cristo mismo es fundamento, vivo ejemplo y mediador salvífico. Como dice el Concilio: «... no hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Se­ñor» (Dei Verbum, 4). Creer cristianamente, es res­ponder a la invitación de Jesús mismo: «Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1).
            A la luz de todo lo anterior, hay que repetirlo sin ataduras ni complejos: el cristianismo no es ética ni moral, no son prácticas ni normas, no es filoso­fía ni literatura, no es ni siquiera la religión «de un libro revelado». Se centra en un acontecimiento real e histórico que, a su vez, lo supera: el misterio integral de la persona de Jesucristo. Él es el camino, la verdad y la vida. O, con palabras del papa Bene­dicto XVI, quien se encuentra con Cristo no solo no pierde nada, sino que gana todo.


            Dios puede hablar, y así lo ha he­cho, a personas particulares. Pero todas estas revelaciones son auténticas cuando no van en contra o traten de añadir algo al mensaje de Jesucristo.

Originalidad de la Fe cristiana

            -La Fe es una respuesta personal del hombre a Dios que se revela a Sí mismo.
            -La Fe es un don de Dios: «Para dar esta respuesta de la Fe es nece­saria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei Verbum, 5).
            -La Fe permite al hombre la comprensión ca­da vez más profunda de los contenidos revelados.
            -La Fe, además de don de Dios, es un acto de libre voluntad. La Fe se propone, no se impo­ne.
            -La Fe, al igual que la religión, es una cuestión de con­ciencia que todo Estado debe respetar. Esta es la base del derecho de libertad religiosa. Pero, a su vez, cada persona tiene la obligación de buscar la verdad en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, lle­gue a formarse juicios rectos y ver­daderos de conciencia. Esta búsqueda de la verdad median­te la libertad interior y la responsabilidad de con­ciencia del creyente es una característica muy importante de la fe cristiana.

Dios garantiza su revelación por medio de la Tradición Apostólica

            ¿Dónde podemos encontrar lo que Dios ha re­velado para adherirnos a ello con nuestra Fe con­vencida y libre? Hay un «sagrado depósito», del que la Iglesia toma sus contenidos. Cristo mandó «a los Apóstoles predicar a todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos» (Dei Verbum, 7). Ellos ejecutaron la misión que les fue confiada an­te todo mediante la predicación oral, y al mismo tiempo algunos de ellos «pusieron por escrito el mensaje de salvación inspirados por el Espíritu Santo» (Dei Verbum, 7). Así se formó la transmisión de la Revelación divina en la primera generación de cristianos: «Para que este Evangelio se conservara siempre vivo e íntegro en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, deján­doles su función en el magisterio».
            Dios desea que todos los hombres lleguen a conocerle y, lo más importante, a participar de su misma vida eterna. Por ello, no hay que privar a nadie de que pueda conocer y vivir a Jesucristo mismo, median­te el Espíritu Santo. A esto se llama anunciar a Jesu­cristo, o evangelizar, o misión. Ahora bien, el misione­ro, el evangelizador, el pregonero de Jesucristo no se puede predicar a sí mismo o cosas inventadas por él: tiene que anunciar, con honestidad y fideli­dad, a Jesucristo. Y, siempre, en la misma onda y con las mismas claves que lo hace la Tradición viva de la Iglesia.
            La Tradición Apostólica es la transmisión del mensaje de Cristo llevada a cabo, desde los comien­zos del cristianismo, por la predicación, el testimo­nio, las instituciones, el culto y los escritos inspira­dos. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a través de estos, a todas las genera­ciones hasta el fin de los tiempos todo lo que habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo.
            Se llama Tradición a la línea de continuidad que engarza nuestros días con el inicio del cristianis­mo. La línea de continuidad más autorizada, en cuanto a personas se refiere, son los obispos, ver­daderos sucesores de los Apóstoles.

Intérpretes autorizados de la Revelación

            Lo que Dios ha ido revelando, es­pecialmente en el misterio de Jesucristo, ha sido confiado por los Apóstoles a toda la Iglesia, a todo el Pueblo de Dios.
            No obstante, la interpretación auténtica de lo que creemos, corresponde solo al Magisterio vivo de la Iglesia, es decir, al sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, y a los obispos en comunión con él.
            He aquí una nueva característica de la Fe: creer de modo cristiano significa también aceptar la verdad revelada por Dios, tal como la enseña la Igle­sia.

La relación entre Escritura, Tradición y Magisterio

            Escritura, Tradición y Magisterio están tan es­trechamente unidos entre sí, que ninguno de ellos existe sin los otros. Juntos, por la fuerza del Espíri­tu Santo, contribuyen eficazmente, cada uno a su modo, a la salvación de los hombres. Lo que la Tra­dición vive o anuncia y lo que en la Escritura se lee, son una y la misma realidad, porque tienen al mis­mo autor: el Dios de la Revelación cristiana, cuya plenitud reveladora es Jesucristo. Por eso el Magisterio del Papa y de los obispos no puede separarse de la Tradición Apostólica y de la Sagrada Escritura. El pegamento o cemento que une profundamente los tres es el Espíritu Santo. Y los tres sirven a un único y valioso fin: que todos y cada uno de los hombres y mujeres lleguen a encontrar su pleni­tud, lo más grande a lo que están llamados, a vivir la misma vida de Dios para siempre.


            La Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo es su autor: por eso afirmamos que está inspirada y enseña sin error las verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la Sagrada Escritura, los cuales han escrito lo que el Espíritu ha querido enseñarnos. La fe cristiana, sin embargo, no es una «religión del libro», sino de la Palabra de Dios, que no es «una palabra escrita y muda, sino el Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval).
La persona humana debe responder a Dios con Fe
            El filósofo católico X. Zubiri nos ha recordado que para los sabios griegos de la antigüedad lo más importante era descubrir «la naturaleza de las co­sas»; para los romanos clásicos, la forma de convi­vir mediante unas leyes justas. Para los judíos, lo decisivo era fiarse de Dios, la Verdad total y supre­ma. A este fiarse de Dios y responderle, lo llama­mos Fe. Dar a Dios una respuesta de Fe consiste en fiarse plenamente de Él y acoger su Verdad, en cuan­to está garantizada por Él mismo, porque Él es la Verdad.
            En La Biblia, tenemos muchos ejemplos de hombres y mujeres que han respondido con verda­dera Fe a Dios. Destacan dos particularmente: en el Antiguo Testamento, Abrahán, que, sometido a prueba, «tuvo Fe en Dios» (Rom 4,3) y siempre obe­deció a su llamada; por esto se convirtió en «padre de todos los creyentes» (Rom 4,11.18). Y, ya en el Nuevo Testamento, la Virgen María, que supo vivir toda su existencia en clave de Fe según lo expresó desde el mismo momento en el que se le pidió aceptar el mensaje de Jesucristo: «Hágase en mí se­gún tu palabra» (Lc 1,38). A la luz de ellos, y de otros creyentes, descubrimos que creer en Dios significa adherirse a Dios mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno asentimiento a todas las verdades por Él reveladas.


            Pero la Fe no es solo un acto personal, como si siempre dijera «creo», es al mismo tiempo un acto eclesial que se manifiesta en la expresión «cree­mos», porque, efectivamente, es la Iglesia quien cree, y nosotros creemos por la Iglesia, en la Iglesia y con la Iglesia. Ella, con la gracia del Espíritu San­to, precede, engendra y alimenta la Fe de cada uno. Es la seguridad, también de que aquello que cree­mos es cierto. La Iglesia expresa y fija las verdades de Fe en fórmulas que nos permiten expresar, asi­milar, celebrar y compartir con los demás las ver­dades de la Fe, utilizando un lenguaje común.


            Expresado lo anterior, entendemos por qué la Iglesia fija los Credos o símbolos de la Fe, que son fór­mulas globales y articuladas de las verdades de nues­tra Fe con las que la Iglesia, desde sus orígenes, ha deseado fijar en un lenguaje común y normativo lo que debemos creer todos los fieles. Los símbolos de Fe, o Credos o profesiones de Fe más antiguos son los bautismales, es decir, los que preparaban al Bautis­mo y se proclamaban en el momento de recibir el sa­cramento, bien por el propio bautizado si era adulto, o bien por los padres y padrinos si era un niño.
            Entre los varios símbolos de Fe antiguos, el más autorizado es el «símbolo apostólico»       de origen antiquísimo y comúnmente recitado en las oraciones del cristiano. En él se contienen las principales verdades de la Fe transmitidas por los Apóstoles de Jesucristo. Otro símbolo antiguo y famoso es el «niceno-constantinopolitano», que contiene las mismas verdades de la Fe apostólica autorizadamente explicadas en los dos primeros Concilios Ecuménicos de la Iglesia univer­sal: Nicea (325) y Constantinopla (381). El uso de los símbolos de Fe proclamados como fruto de los Con­cilios de la Iglesia se ha renovado también en nues­tro siglo: efectivamente, después del Concilio Vatica­no II, el papa Pablo VI pronunció la profesión de Fe conocida como el «Credo del Pueblo de Dios» (1968), que contiene el conjunto de las verdades de Fe de la Iglesia y tiene en especial consideración los contenidos a los que había dado expresión el último Concilio, o aquellos puntos en torno a los cuales se habían planteado dudas en los últimos años.

Para la reflexión personal o en grupo
1. ¿Qué novedad aporta el Dios de la Revelación cristiano cuando afirmamos que «Él siempre ha tomado la iniciativa»?
2. ¿Por qué afirmamos que la Fe cristiana no es solo algo individual, sino que encierra una dimensión eclesial?


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