Con palabras del Papa, «la Iglesia existe para que Dios, el Dios
vivo, sea dado a conocer, para que el hombre pueda aprender a vivir con Dios,
ante su mirada y en comunión con Él... La Iglesia no existe para sí misma, sino
para la humanidad. Existe para que el mundo llegue a ser un espacio para la
presencia de Dios, espacio de alianza entre Dios y los hombres».
En la actualidad encontramos a
muchas personas que han dado la espalda a la Iglesia: unos porque piensan que
es demasiado retrógrada, demasiado medieval, demasiado hostil al mundo y a la
vida; otros, al contrario, porque creen que la Iglesia está a punto de
traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo y, de este modo,
perder su alma. Están desilusionados como el amante traicionado y por eso
piensan seriamente en volverle la espalda.
En el fondo, en lugar de la Iglesia
hemos colocado nuestra Iglesia, miles de iglesias. Cada uno la suya.
Detrás de nuestra iglesia o de vuestra iglesia ha desaparecido «su iglesia», la
del Señor.
Con el término «Iglesia» se designa
al pueblo que Dios convoca y reúne desde todos los confines de la tierra, para
constituir la asamblea de todos aquellos que, por la Fe y el Bautismo, han sido
hechos hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo.
En la Sagrada Escritura encontramos
muchas imágenes que ponen de relieve aspectos complementarios del misterio de
la Iglesia. El Antiguo Testamento prefiere imágenes ligadas al Pueblo de Dios; el Nuevo Testamento,
aquellas vinculadas a Cristo como Cabeza de este pueblo, que es su Cuerpo, y las imágenes sacadas de
la vida pastoril (redil, grey, ovejas),
agrícola (campo, olivo, viña), de la
construcción (morada, piedra, templo)
y familiar (esposa, madre, familia).
Hoy estamos tentados a pensar que la
Iglesia es como otras organizaciones o
grupos de la sociedad, en los que los mecanismos de mayoría o minoría deben
intentar darle una forma que sea aceptable por todos sus miembros. Pero de ese
modo somos nosotros y siempre nosotros quienes hacemos la iglesia. Nosotros
intentamos mejorarla y disponerla como una casa confortable. Nosotros queremos
proponer programas e ideas que sean simpáticos al mayor número de personas. El
hecho de que Dios mismo esté ayudando, de que Él mismo obre, no constituye en
el mundo moderno un supuesto. Sin embargo al obrar así nos estamos comportando
como lo que se expresa en la carta a los Corintios; confundimos la iglesia con
un partido político y la Fe con un programa de partido.
La
Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno de Dios. Fue
preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reunión
futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y las acciones de
Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su muerte redentora y su Resurrección.
Más tarde, se manifestó como misterio de salvación mediante la efusión del
Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos, alcanzará su
consumación como asamblea celestial de todos los redimidos.
La
misión de la Iglesia es la de anunciar e instaurar entre todos los pueblos el
Reino de Dios inaugurado por Jesucristo. La Iglesia es el germen e inicio
sobre la tierra de este Reino de salvación.
La
Iglesia es Misterio en cuanto que en su realidad visible
se hace presente y operante una realidad espiritual y divina, que se percibe
solamente con los ojos de la Fe.
La
Iglesia es sacramento universal de salvación en cuanto es signo e
instrumento de la reconciliación y la comunión de toda la humanidad con Dios,
así como de la unidad de todo el género humano.
La Iglesia es el Pueblo de Dios porque Él quiso
santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sino constituyéndolos en un
solo pueblo, reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Este pueblo, del que se llega a ser
miembro mediante la Fe en Cristo y el Bautismo, tiene por origen a Dios
Padre, por cabeza a Jesucristo, por condición la dignidad y la libertad de los
hijos de Dios, por ley el mandamiento nuevo del amor, por misión la de ser sal
de la tierra y luz del mundo, por destino el Reino de Dios, ya iniciado en la
Tierra.
La Iglesia es cuerpo de Cristo porque, por medio del Espíritu, Cristo muerto y
resucitado une consigo íntimamente a sus fieles. De este modo, los creyentes en
Cristo, en cuanto íntimamente unidos a Él, sobre todo en la Eucaristía, se unen
entre sí en la caridad, formando un solo cuerpo, la Iglesia. Dicha unidad se
realiza en la diversidad de miembros y funciones.
Cristo «es la Cabeza del Cuerpo, que
es la Iglesia» (Col 1,18). La Iglesia vive de Él, en Él y por Él. Cristo y la
Iglesia forman el «Cristo total» (san Agustín); «la Cabeza y los miembros, como
si fueran una sola persona mística» (santo Tomás de Aquino).
Llamamos a la Iglesia «esposa de Cristo» porque el mismo
Señor se definió a sí mismo como «el esposo» (Mc 2,19), que ama a la Iglesia
uniéndola a sí con una Alianza eterna. Mientras el término «cuerpo» manifiesta
la unidad de la «cabeza» con los miembros, el término «esposa» acentúa la
distinción de ambos en la relación personal.
La Iglesia es llamada templo del Espíritu Santo porque el
Espíritu vive en el cuerpo que es la Iglesia: en su Cabeza y en sus miembros;
Él además edifica la Iglesia en la caridad con la Palabra de Dios, los
sacramentos, las virtudes y los carismas. Los carismas son dones especiales del
Espíritu Santo concedidos a cada uno para el bien de los hombres, para las
necesidades del mundo y, en particular, para la edificación de la Iglesia, a
cuyo Magisterio compete el discernimiento sobre ellos.
Iglesia «communio»
A comienzos del siglo XX se contemplaba
la Iglesia como «Sociedad Perfecta».
Era más bien una visión apologética para defenderla de los ataques exteriores,
sociales, políticos y jurídicos. Se primaba, dentro de ella, a la jerarquía.
Posteriormente, se intentaron dos líneas de renovación y de profundización: la
primera, partía del misterio de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, cuyos miembros somos los fieles. El
acento recaía en el aspecto interior y espiritual del carácter comunitario de
la Iglesia. Pío XII en su encíclica Mystici Corporis, en 1943, lo expresó ampliamente. La
otra línea se quería centrar en el tema de la Iglesia como Pueblo de Dios y partía de la realidad
histórica, visible y palpable de la Iglesia. El Papa Benedicto nos ha invitado
a unir estas dos líneas: la Iglesia es pueblo de Dios por el cuerpo de Cristo.
Y, desde ahí, se unen la realidad interior y exterior de la Iglesia. Es una
unidad de naturaleza sacramental. La Iglesia es Sacramento de Cristo en este
mundo. La Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios que vive del cuerpo eucarístico de
Cristo y de la Palabra de Cristo; y de esta manera ella se vuelve cuerpo de
Cristo.
Unidos por el lazo de la Eucaristía,
los cristianos se convierten en hermanos que atestiguan su comunión a través
de la caridad fraterna. La Eucaristía es el sacramento de la fraternidad. La
Iglesia es comunión. Es la comunión de Dios con los hombres en Cristo y, por
lo mismo, de los hombres entre sí; y así es sacramento, signo e instrumento de
salvación. La Iglesia es celebración de la Eucaristía y la Eucaristía es
Iglesia. No es que marchen juntas, sino que son lo mismo.
La iglesia es también «communio
ecclesiarum», es decir, comunión de
iglesias locales. De la eclesiología eucarística nace la eclesiología de
las iglesias locales que afirmó el Concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium y que se fundamenta en clave
eucarística.
Por lo tanto, la Iglesia una, vive
en y a partir de muchas iglesias locales en las que, bajo la guía del obispo
local, está presente la Iglesia de Dios en su totalidad, siempre que esta
iglesia local esté en comunión con las demás iglesias locales a través de su
obispo. Es el mismo cuerpo eucarístico de Cristo el que une a todas esas
iglesias locales en la communio del único cuerpo de Cristo en el Espíritu
Santo.
En las primitivas iglesias, la communio se manifestaba en la comunión
eucarística cuando se admitía a sus miembros a la propia celebración eucarística.
Si un cristiano viajaba a otra iglesia local, recibía de su obispo la carta de
comunión que lo acreditaba como miembro de la comunidad de la Iglesia en su
conjunto. El obispo es quien representa y asegura el carácter apostólico y la
catolicidad de su iglesia local. Por eso, la communio de las iglesias locales se mostraba
también en el reconocimiento recíproco de los obispos y en la colegialidad del
ministerio episcopal. Con esta eclesiología de communio se rompen dualismos en la Iglesia o
visiones excesivamente mundanas. El núcleo de una sana eclesiología es la
Eucaristía como fuente y centro de la vida de la iglesia, y la naturaleza de
la Iglesia como sacramento en Cristo, como comunidad fraterna y como comunidad
de iglesias locales.
La Iglesia es una porque tiene como
origen y modelo la unidad de un solo Dios en la Trinidad de las Personas; como
fundador y cabeza a Jesucristo, que restablece la unidad de todos los pueblos
en un solo cuerpo; como alma al Espíritu Santo, que une a todos los fieles en
la comunión en Cristo. La Iglesia tiene una sola Fe, una sola vida sacramental,
una única sucesión apostólica, una común esperanza y la misma caridad.
La única Iglesia de Cristo, como
sociedad constituida y organizada en el mundo, subsiste (subsistit in) en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos
en comunión con él. Solo por medio de ella se puede obtener la plenitud de los
medios de salvación, puesto que el Señor ha confiado todos los bienes de la
Nueva Alianza únicamente al colegio apostólico, cuya cabeza es Pedro.
En las Iglesias y comunidades eclesiales que se separaron de la plena
comunión con la Iglesia católica, se hallan muchos elementos de santificación
y verdad. Todos estos bienes proceden de Cristo e impulsan hacia la unidad
católica. Los miembros de estas Iglesias y comunidades se incorporan a Cristo
en el Bautismo, por ello los reconocemos como hermanos.
El deseo de restablecer la unión de todos los cristianos es un
don de Cristo y un llamamiento del Espíritu, concierne a toda la Iglesia y se
actúa mediante la conversión del corazón, la oración, el recíproco
conocimiento fraterno y el diálogo teológico.
Iglesia santa
Benedicto XVI nos advierte de que la
Iglesia es santa porque sus fieles lo son. Esta ha sido una característica
perenne en la Iglesia. Muchas gentes se quedan defraudadas por el hecho de que
no todos los cristianos sean santos. Dan un portazo y tildan a la Iglesia de
mentirosa. La santidad en la iglesia consiste en que, por pecador que sea el
hombre, Dios tiene poder para hacerla santa. El amor de Dios no se deja vencer
por la incapacidad del hombre, sino que lo acepta constantemente como pecador,
lo transforma, lo santifica y lo ama.
La Iglesia es santa porque Dios
santísimo es su autor; Cristo se ha entregado a sí mismo por ella, para
santificarla y hacerla santificante; el Espíritu Santo la vivifica con la
caridad. En la Iglesia se encuentra la plenitud de los medios de salvación. La
santidad es la vocación de cada uno de sus miembros y el fin de toda su
actividad. Cuenta en su seno con la Virgen María e innumerables santos, como
modelos e intercesores. La santidad de la Iglesia es la fuente de la
santificación de sus hijos, los cuales, aquí en la tierra, se reconocen todos
pecadores, siempre necesitados de conversión y de purificación.
Iglesia católica
La Iglesia es católica, es decir,
universal, en cuanto que en ella Cristo está presente: «Allí donde está Cristo
Jesús, está la Iglesia católica» (san Ignacio de Antioquía). La Iglesia anuncia
la totalidad y la integridad de la Fe; lleva en sí y administra la plenitud de
los medios de salvación; es enviada en misión a todos los pueblos,
pertenecientes a cualquier tiempo o cultura.
Es católica toda iglesia particular
formada por la comunidad de los cristianos que están en comunión, en la Fe y en
los sacramentos, con su obispo ordenado en la sucesión apostólica y con la
Iglesia de Roma, «que preside en la caridad» (san Ignacio de Antioquía).
Iglesia apostólica
La Iglesia es apostólica por su
origen, ya que fue construida «sobre el fundamento de los Apóstoles» (Ef 2,20);
por su enseñanza, que es la misma de los Apóstoles; por su estructura, en
cuanto es instruida, santificada y gobernada, hasta la vuelta de Cristo, por
los Apóstoles, gracias a sus sucesores, los obispos, en comunión con el sucesor
de Pedro.
La palabra apóstol
significa ‘enviado’.
Jesús, el Enviado del Padre, llamó consigo a doce de entre sus discípulos, y
los constituyó como Apóstoles suyos, convirtiéndolos en testigos escogidos de
su Resurrección y en fundamentos de su Iglesia. Jesús les dio el mandato de
continuar su misión, al decirles: «Como el Padre me ha enviado, así también os
envío yo» (Jn 20,21) y al prometerles que estaría con ellos hasta el fin del
mundo.
La sucesión apostólica es la transmisión, mediante el sacramento del
Orden, de la misión y la potestad de los Apóstoles a sus sucesores, los
obispos. Gracias a esta transmisión, la Iglesia se mantiene en comunión de Fe y
de vida con su origen, mientras a lo largo de los siglos ordena todo su
apostolado a la difusión del Reino de Cristo sobre la tierra.
Dado que la Eucaristía es el centro
de la vida y donde se palpa que Dios está cerca de nosotros, el papa Benedicto
XVI, ante la Eucaristía, solicita tres actitudes: estar, caminar y arrodillarse.
Son las tres claves que encierra la solemnidad del Corpus Christi.
Estar
(statio): Solo la
Eucaristía es capaz de unir a las personas de todos los pueblos, las razas y
las culturas. Por eso, en un principio, en la ciudad solo había una Eucaristía
y un obispo. Cuando se crearon otras iglesias en Roma, el Papa, en Cuaresma
celebraba la Eucaristía en todas ellas para reforzar este signo de comunión
(misa estacional): los cristianos se dirigían a cada una de las iglesias como
signo de comunión visible. Así el Corpus une a todos los fieles en una sola y
principal Eucaristía, y rompe «parti- cularismos-parroquialismos» y «soledades,
propias de la urbe». La Eucaristía rompe, además, particularismos y egoísmos:
no nos reunimos en torno a un interés privado, o de este o aquel grupo, sino en
el «interés» que Dios tiene por nosotros y en el que depositamos todos nuestros
intereses particulares. Juntos en solidaridad con el Señor. Extensible a toda
la humanidad.
Caminar
con el Señor (procedere, proceso): Al caminar hacia el Señor,
trascendemos nuestros propios prejuicios, nuestros límites y nuestras
barreras..., tanto a nivel histórico-humano como eclesial. La Eucaristía nos
convierte en peregrinos, y sabemos que Cristo está en medio de nosotros, como
pan-sangre y Palabra. Y nos pide que, por donde caminemos, con su Espíritu,
transformemos la realidad para hacer no «otro mundo», sino de este mundo
«otro».
Arrodillarse
ante el Señor: Si el Señor se nos da, solo nos queda
inclinarnos ante Él, glorificarlo y adorarlo. No va en contra de la dignidad,
de la libertad, de la belleza o de la grandeza del hombre. Al inclinarnos
ante Él, nuestra libertad no solo no queda suprimida, sino que es asumida,
purificada y elevada. Él mismo se ha inclinado para lavarnos los pies. Adorar
es meternos en la dinámica del amor que no solo no esclaviza, sino que
transforma y que se traduce en fraternidad y en alegría.
Los fieles son aquellos que, incorporados a Cristo mediante el
Bautismo, han sido constituidos miembros del Pueblo de Dios; han sido hechos
partícipes, cada uno según su propia condición, de la función sacerdotal, profética
y real de Cristo, y son
llamados a llevar a cabo la misión confiada por Dios a la Iglesia. Entre ellos
hay una verdadera igualdad en su dignidad de hijos de Dios.
En la Iglesia, por institución
divina, hay «ministros sagrados»,
que han recibido el sacramento del Orden y forman la jerarquía de la Iglesia. A
los demás fieles se los llama «laicos».
De unos y otros provienen fieles que se
consagran de modo especial a Dios por la profesión de los consejos
evangélicos: castidad en el celibato, pobreza y obediencia.
Cristo instituyó la jerarquía eclesiástica
con la misión de apacentar al Pueblo de Dios en su nombre, y para ello le dio
autoridad. La jerarquía está formada por
los ministros sagrados: obispos, presbíteros y diáconos. Gracias al
sacramento del Orden, los obispos y presbíteros actúan, en el ejercicio de su
ministerio, en nombre y en la persona de Cristo Cabeza; los diáconos sirven al
Pueblo de Dios en la diaconia (servicio)
de la palabra, de la liturgia y de la caridad.
A ejemplo de los doce Apóstoles,
elegidos y enviados juntos por Cristo, la unión de los miembros de la
jerarquía eclesiástica está al servicio
de la comunión de todos los fieles. Cada obispo ejerce su ministerio como
miembro del colegio episcopal, en comunión con el Papa, haciéndose partícipe
con él de la solicitud por la Iglesia universal. Los sacerdotes ejercen su
ministerio en el presbiterio de la Iglesia particular, en comunión con su
propio obispo y bajo su guía.
El ministerio eclesial tiene también
un carácter personal, en cuanto que, en virtud del sacramento del Orden, cada
uno es responsable ante Cristo, que lo ha llamado personalmente, confiriéndole
la misión.
El Papa, Obispo de Roma y sucesor de san Pedro, es el perpetuo y
visible principio y fundamento de la unidad de la Iglesia. Es el Vicario de
Cristo, cabeza del colegio de los obispos y pastor de toda la Iglesia, sobre la
que tiene, por institución divina, la potestad plena, suprema, inmediata y
universal.
El colegio de los obispos, en comunión con el Papa y nunca sin él,
ejerce también la potestad suprema y plena sobre la Iglesia.
La infalibilidad del Magisterio se ejerce cuando el Romano Pontífice,
en virtud de su autoridad de Supremo Pastor de la Iglesia, o el colegio de los
obispos en comunión con el Papa, sobre todo reunido en un Concilio Ecuménico,
proclaman con acto definitivo una doctrina referente a la Fe o a la moral; y
también cuando el Papa y los obispos, en su Magisterio ordinario, concuerdan en
proponer una doctrina como definitiva. Todo fiel debe adherirse a tales
enseñanzas con el obsequio de la Fe.
El sacerdocio no es un simple
«oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para
estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta
audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun
conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y
presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza
que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de
esto, que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde
dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y
comprender.
En relación al presbítero, desde la
doctrina del Vaticano II y del magisterio mayor y menor de los papas Pablo VI,
Juan Pablo II y Benedicto XVI, podemos deducir a modo de siete grandes
perfiles:
1.
El presbiterado, participación
sacramental y ministerial en el sacerdocio de Cristo: Debido
a esta participación ontológica
del sacerdocio de Cristo, el presbítero está
verdaderamente consagrado, es hombre de lo sagrado, entregado, como Cristo, al
culto, y es el administrador por excelencia de los sacramentos; por ello se
deben evitar interpretaciones secularizantes que hacen del presbítero un
simple instaurador o difusor de la justicia y amor en el mundo.
2. El presbítero como evangelizador: Aunque
en la Iglesia todos estamos llamados a anunciar la Buena Nueva de Jesús, el
anuncio de la Palabra de Dios es la primera función de los presbíteros. Esta
palabra que predican no es suya, ni debe ser únicamente expresión de problemas
e inquietudes humanas: es Palabra Divina, en estrecha unión con los
sacramentos, por medio de los cuales Cristo comunica y desarrolla la vida de la
gracia.
El anuncio de esta Palabra
evangelizadora tiene como efecto suscitar y alimentar la Fe, y contribuir al
desarrollo de la Iglesia. Y esta Palabra ofrece diversas expresiones: testimonio de
vida; predicación explícita; catequesis, y aplicación de la verdad revelada a
la solución de casos concretos y problemas de pastoral.
3.
El presbítero como pastor de la comunidad: El presbítero es colaborador de
los obispos no solo en el magisterio (enseñar) o en el ministerio sacramental
(santificar), sino también en el gobierno pastoral de la comunidad cristiana.
Los presbíteros reúnen en el nombre del obispo, la familia de Dios, como una
fraternidad de una sola alma, y por Cristo, en el Espíritu, la conducen a Dios
Padre.
4.
El presbítero, hombre de oración y de caridad: Un fructífero ejercicio del
sacerdocio no es posible sin la oración, que previene al presbítero del peligro
de olvidar la vida interior privilegiando solo la acción. La oración es una
exigencia que brota tanto de su vida personal como del ministerio apostólico.
Por otra parte, el presbítero es,
inseparablemente, un hombre de caridad. Esta caridad y amor debe ser humilde,
compasivo, martirial: hasta dar la vida por su grey. Se debe guardar un
equilibrio: ser testigos y dispensadores de otra vida mayor que la terrena,
pero al mismo tiempo sin permanecer extraños a la vida y problemas de los
hombres de su tiempo. Siguiendo al Concilio, podemos señalar algunas actitudes
concretas de esta caridad pastoral: conocer las ovejas personalmente: acoger a
la gente como Jesús; cultivar y practicar virtudes apreciadas socialmente en el
trato, como la bondad, sinceridad, fortaleza, constancia, asidua preocupación
por la justicia, paciencia, afabilidad, sociabilidad.
5.
El presbítero insertado en la sociedad: en el mundo sin ser mundanos: En
cuanto a los bienes temporales, el presbítero debe cultivar el espíritu
sincero y profundo de pobreza; si no estaría
traicionando el Evangelio mismo. Aunque puede y debe administrar sus bienes,
debe hacerlo a la luz del Evangelio. En este sentido, Cristo sigue siendo el
modelo de desprendimiento de los bienes terrenos. Actitudes que cultivar son:
desinterés y desprendimiento, renuncia a la avidez de posesiones, estilo de
vida sencillo, rechazo de toda apariencia de lujo u ostentación, y gratuidad
en su entrega. Tanto los obispos como los presbíteros deben evitar todo aquello
que «pudiera hacer alejarse a los pobres». Es deseable, finalmente, que el
presbítero ejerza su ministerio a tiempo pleno.
En cuanto
a la relación del presbítero con la sociedad civil, aunque el mensaje
evangélico es liberador, Jesucristo nunca quiso empeñarse en un movimiento
político.
6. El presbiterio y la comunión presbiteral: Jesús llamó a los discípulos, a los Doce, en el marco de
comunión, formando una unidad mutua. Incluso a los setenta los envió de dos en
dos. Hoy, los obispos, como los presbíteros, siguen siendo llamados «en y para»
la comunión. Se enmarca esta vivencia de la comunión dentro de la necesaria
«negación de uno mismo». Aunque la llamada al sacerdocio es personal, se vive
en comunión.
Esta comunión presbiteral tiene dos
dimensiones: la relación con sus obispos, y con los demás miembros del
presbiterio.
7.
El presbítero y la vivencia del celibato: La Iglesia ha defendido y
defiende que el celibato entra en la lógica de la consagración sacerdotal y
de la consiguiente pertenencia total a Cristo, con miras a su vida espiritual y
a la evangelización. De los Evangelios y de la primera carta a los Corintios
se deduce que no es bueno que el sacerdote esté dividido. Y aunque la perfecta
continencia no pertenece a la esencia del sacerdocio como Orden y no está
impuesta en todas las Iglesias, sin embargo no existen dudas en torno a su
conveniencia y congruencia con las exigencias de este mismo Orden sagrado. En
la vivencia del celibato, el modelo es Jesús y su opción de radicalidad por el
Reino de los cielos (Mt 19,12). Jesús no promulgó una ley, sino que propuso un
ideal para el nuevo sacerdocio que instituyó.
5.3.Los
fieles laicos
Los fieles laicos tienen como
vocación propia la de buscar el Reino de Dios, iluminando y ordenando las
realidades temporales según Dios. Responden así a la llamada a la santidad y
al apostolado, que se dirige a todos los bautizados.
Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo cuando
ofrecen como sacrificio espiritual «agradable a Dios por mediación de
Jesucristo» (1 Pe 2,5), sobre todo en la Eucaristía, la propia vida con todas
las obras, oraciones e iniciativas apostólicas, la vida familiar y el trabajo
diario, las molestias de la vida sobrellevadas con paciencia, así como los
descansos físicos y consuelos espirituales. De esta manera, también los laicos,
dedicados a Cristo y consagrados por el Espíritu Santo, ofrecen a Dios el mundo
mismo.
Los laicos participan en la misión profética de Cristo cuando acogen cada vez mejor en la Fe
la Palabra de Cristo, y la anuncian al mundo con el testimonio de la vida y
de la palabra, mediante la evangelización y la catequesis. Este apostolado
«adquiere una eficacia particular porque se realiza en las condiciones
generales de nuestro mundo» (Lumen Gentium, 35).
Los laicos participan en la misión regia de Cristo porque reciben
de Él el poder de vencer el pecado en sí mismos y en el mundo, por medio de la
abnegación y la santidad de la propia vida. Los laicos ejercen diversos
ministerios al servicio de la comunidad, e impregnan de valores morales las
actividades temporales del hombre y las instituciones de la sociedad.
A la hora de plantearse las líneas
maestras de una teología y espiritualidad laica, debemos señalar las tres
grandes tendencias actuales:
1. Ser laico es ser cristiano sin
más
2. La secularidad como rasgo
específico de los laicos
3. La alternativa comunidad/ministerios
Marcadas las diferencias o matices
de las tres corrientes de teología y espiritualidad laical, las tres tendencias
consideran superado el binomio clérigo-laico.
El Sínodo de 1987 sobre los laicos y
a la exhortación Christifideles
Laici nos
han descrito perfectamente la espiritualidad
laical:
1. Los fieles laicos «son» Iglesia (Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo,
Templo del Espíritu Santo y partícipes, a su modo, de la función real, sacerdotal
y profética del mismo
Jesucristo).
2. La dignidad de los fieles laicos («desde donde se es laico») radica en
su inserción sacramental en Jesucristo, y en una Iglesia que es misterio salvifico
de Cristo. Desde aquí
están llamados a la santidad.
3. Los fieles laicos son corresponsales en la edificación
de la misma y única Iglesia-comunión
(«en donde se es laico») mediante el ejercicio de los carismas, ministerios,
oficios y funciones propiamente laicales. Todo ello en la Iglesia
Universal-Particular, tanto de forma individual como asociada y tanto desde la
radical consagración bautismal como desde una especial consagración laical,
con sanos y ricos «acentos» plurales tal y como se expresan en los diversos
grupos, movimientos, asociaciones e institutos laicales.
4.
Los fieles laicos son corresponsables de la única y misma misión eclesial
(«para donde el laico es») que hoy se denomina «nueva evangelización», tanto en
el ámbito de viejas y nuevas Iglesias como en la denominada «missio ad gentes»
(evangelización de pueblos y culturas no cristianos). Esta misión de la
Iglesia, y por lo mismo del laicado, se define como la defensa de los derechos
humanos, personales y colectivos, según el Plan de Dios para la humanidad (su
Reinado).
Podemos resumir la teología y
espiritualidad laical en estos cuatro puntos cardinales: como Norte el amor
apasionado y la conversión sincera a Jesucristo; como Sur, la experiencia de
comunión eclesial; como Este, una seria y continuada formación permanente, y
la vivencia de la espiritualidad, para saber dar razón de la Fe y esperanza;
y, como Oeste, la transformación de todas las realidades socioculturales y
«mundanas» desde las claves del Reinado evangélico.
5.4.Los fieles de especial consagración
La vida consagrada es un estado de
vida reconocido por la Iglesia, una respuesta libre a una llamada particular
de Cristo, mediante la cual los consagrados se dedican totalmente a Dios y tienden
a la perfección de la caridad, bajo la moción del Espíritu Santo. Esta
consagración se caracteriza por la práctica de los consejos evangélicos.
La vida consagrada participa en la
misión de la Iglesia mediante una plena entrega a Cristo y a los hermanos,
dando testimonio de la esperanza del Reino de los Cielos.
Se ha escrito que Benedicto XVI
considera a las órdenes religiosas como preciosos laboratorios en los cuales
unas vidas basadas en la verdad objetiva podrían ponerse como ejemplo ante un
mundo secularizado y relativista, a modo de recordatorio de lo que el espíritu
humano puede lograr cuando está de acuerdo con el plan de Dios.
Desde el Concilio Vaticano II, se ha
venido redescubriendo la identidad y misión de la vida de especial
consagración a la luz del misterio de la Trinidad. Profundizamos en ello.
La vida consagrada como
un modo peculiar de seguir a Jesús en comunidad
En los Evangelios, se dan diversos
grupos de personas que siguen a Jesús: las multitudes (Mc 1,22; 3,7); los publicanos
y pecadores que se convierten (Mc 2,15; Lc 15,1); quienes salen a su encuentro
para compartir su vida (v. g.: Joven rico [Lc 9,57; Mt 8,19]; las mujeres [Lc
23,49]); los enviados a predicar y que participan de su misión (Lc 10,1); y Los
Doce (Mc 3,13-14).
El origen del seguimiento de Jesús
se funda en una experiencia: el
encuentro con su persona y hacer de ello
una forma de vida. Y esto
implica participar de su misión: predicar la Buena Nueva e instaurar el
Reino (Mt 4,18-19); cumplir
con tres exigencias
“fundamentales: primero, relativizar los vínculos familiares por amor a Jesús y
entrega al Reino (Lc 14,26), que se traduce más tarde en castidad; segundo, relativizar las riquezas (Lc 5,14,33) para
mostrar que la llegada del Reino no se apoya en medios humanos, sino en la
fuerza de Dios y en la total disponibilidad y entrega, que se traduce en pobreza; y, por último, llevar la cruz
(Lc 9,23; 14,27), que se traduce en obediencia.
La vida de especial consagración
siempre ha mirado, como ideal de vida, a la comunidad primitiva descrita en
los Hechos de los Apóstoles (Hch 2): es una comunión, teniendo un solo corazón
y una sola alma; al servicio del Evangelio; se fundamenta en la Fe común de la
enseñanza de los Apóstoles; se alimenta de la fracción del pan y de la oración;
y vive la puesta en común de los bienes (tenían todo en común).
La vida consagrada: un
carisma en
la Iglesia y para la Iglesia
En la Iglesia primitiva aparecen
dones particulares otorgados a individuos para común utilidad (1 Cor 12,7). A
esto se llama «carismas».
Estos carismas tienen un origen
trinitario: es el Espíritu quien los distribuye (1 Cor 12,11), son como
ministerios que confiere el Señor Jesús (1 Cor 12,5); es Dios Padre quien obra
todo en todos (1 Cor 12,6). La vida consagrada pertenece también al aspecto carismático
de la Iglesia.
La vida consagrada hoy
El Vaticano II fue decisivo para
actualizar hoy el ser y misión de la vida de especial consagración:
-Restituyó a los laicos categorías
como vocación, consagración, carisma o
misión, así como la universal llamada a la santidad y la vivencia de los
consejos evangélicos.
-Habló de la secularidad de toda la
Iglesia, aunque matizaría: los laicos viven una «índole secular plena»,
mientras que los consagrados viven una secularidad «reducida» (son símbolo de
lo originario y profecía escatológica).
-Subrayó la categoría o «sustantivo
común» de «christifideles» para las diversas formas de vida o «adjetivos»:
laicos, sacerdotes y religiosos.
-Dentro de la vida de especial
consagración existen christifideles laicos y christifideles ordenados para
hacer realidad dos caras de la Iglesia: la misión interna (comunión) y la
misión externa (evangelización).
-La consagración, más que fruto de
una iniciativa personal, es un signo de Dios que llama. Más que consagrarse,
el religioso es consagrado por Dios y, en el Espíritu, se va configurando con
Cristo. Esto es lo que da unidad a la identidad y misión.
-La vida de especial consagración se
tiene que inculturar en los diversos mundos y culturas. En el mundo
desarrollado, testigos de trascendencia ante la secularidad y de vida fraterna
ante el individualismo y el consumismo; en
el mundo subdesarrollado, reclamo profético ante
la injusticia y signo de dónde está la fuente para una liberación integral.
-Sin olvidar que los consagrados
están al servicio del Reino que tiende a su consumación escatológica («Ya, pero todavía no»). Este dato
convierte a la vida de especial consagración en signo e instrumento para el
diálogo en la sociedad y en la Iglesia; signo e instrumento de convivencia y
colaboración solidaria; signo e instrumento de justicia y paz; signo e
instrumento para abrir nacionalismos cerrados; signo e instrumento de opción
preferencial por los más pobres y excluidos en la globalización.
Benedicto XVI ha visto siempre en
los nuevos movimientos eclesiales «modos fuertes de vivir la Fe», y una
provocación saludable de que la iglesia necesita siempre una especie de
profecía que preanuncia el futuro.
Los movimientos rebasan la frontera
de la iglesia local para insertarse en «la catolicidad, en la universalidad», y
legar hasta los confines de la tierra. A los movimientos los une un vínculo muy
estrecho con el ministerio y misión del sucesor de Pedro en la Iglesia
universal. Es verdad que el papado no ha creado movimientos, pero ha sido su
apoyo y su pilar esencial en la estructura de la Iglesia. El papa necesita
estos servicios, y estos servicios le necesitan a él; y en la reciprocidad de
ambas clases de misión se logra la sinfonía de la vida eclesial.
Benedicto XVI advierte de algunas
claves de discernimiento: advierte a las nuevas realidades de los riesgos de
una condición aún «adolescente» (exuberancia, unilateralidad, absolutizaciones,
etc.), pero, al mismo tiempo, previene a los pastores a no caer en tentaciones
de «vejez», como la uniformidad absoluta en la organización o en la programación
pastoral. Solicita «menos organización y más Espíritu Santo».
Los movimientos tienen la
especificidad de ayudar a reconocer en una gran Iglesia, que parecería
solamente como una gran organización universal, que es, al mismo tiempo, la
casa donde se encuentra la familia de Dios, esa gran familia universal de los
santos de todos los tiempos. Los movimientos son comunidades basadas en una Fe
profunda, en los que se palpa la fuerza del Evangelio. Por eso las iglesias locales
y los movimientos no deben estar en contraste entre sí, sino que deben
constituir la estructura viva de la Iglesia.
En definitiva, se solicita
creatividad en la fidelidad. Sin olvidar unas proféticas palabras del cardenal
J. Ratzinger, hoy Benedicto XVI, en un contexto análogo al que hemos venido
tratando: «Participad en la edificación del único cuerpo. Los pastores estarán
atentos a no apagar el Espíritu (1 Tes 5,19) y vosotros aportaréis vuestros
dones a la comunidad entera. Una vez más: el Espíritu sopla donde quiere, pero
su voluntad es la unidad. El nos conduce a Cristo, a su Cuerpo... El Espíritu
Santo quiere la unidad, quiere la totalidad. Por eso, su presencia se demuestra
finalmente también en el impulso misionero».
Sin olvidar lo que los movimientos
hacen (evangelizar significa el «arte de vivir»), existe la tentación de la
impaciencia, la de buscar inmediatamente el éxito. Dios no cuenta con los
grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia. El Reino de
Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El Reino de
Dios es Dios mismo. Reino de Dios quiere decir: Dios existe, Dios vive, Dios
actúa.
7. Iglesia
de sinodalidad
Los sínodos son una llamada del
Espíritu para un nuevo Pentecostés misionero y una nueva primavera eclesial.
En ellos, como en la Iglesia, el protagonismo es de la Trinidad: el Padre nos
convoca de nuevo (ekklesia), en un tiempo de gracia (kairos) en Cristo por el Espíritu. Se trata,
en lo profundo, de redescubrir nuestras iglesias como Iglesias «Trinitarias»:
Pueblo de Dios (desde el Padre), Cuerpo de Cristo (desde el Hijo), Templo del
Espíritu (desde el Espíritu Santo). Una Iglesia que se sabe «no para ella
misma», sino como Sacramento Universal de Salvación (Evangelio
Nuntiandi).
El sínodo es una convocatoria del
obispo (que ejerce su episkopé), quien, personificando a Cristo
Cabeza, Siervo y Pastor, desde la presidencia de la dimensión eucarística, nos
convoca (ekklesia) para redescubrir al mismo Cristo (el
mejor misterio que tenemos), y así fortalecer la comunión y la misión.
Todo ello en un contexto concreto sociocultural,
para desarrollar una
Iglesia de totalidad, en la que todos somos necesarios, y todos hemos sido
dotados con diversos carismas, vocaciones, ministerios y funciones.
Junto a la visita pastoral, es una
mediación privilegiada de gobierno del obispo para insistir en la llamada
continua a la misión desde la conversión personal y la renovación de
estructuras pastorales...
Un sínodo es un evento muy especial
en el que un obispo quiere hacer participar a todos los estados de vida
cristiana: sacerdotes, religiosos, laicos; si bien, los sacerdotes de un modo
especial por su vinculación sacramental y de estrecha colaboración con el
orden episcopal. Con una convicción eclesiológica, señalada ya por Tertuliano:
«Nada sin el obispo; nada sin vuestro consejo; nada sin la voluntad decidida
de ser y sentirnos todos la única Iglesia».
¿Qué
significa que la Iglesia es una, santa, católica, apostólica?
¿Por
qué definió el Concilio Vaticano II a la Iglesia como «sacramento de comunión
y misión»?
¿Qué
es lo más específico o característico de la vocación laical, de especial
consagración y del sacerdocio ministerial?
¿Por
qué en los últimos años se ha destacado la dimensión «sinodal» de la Iglesia y
la celebración de sínodos?
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