miércoles, 27 de febrero de 2013

07. Capítulo VII: Creo en la Iglesia


            Con palabras del Papa, «la Iglesia existe para que Dios, el Dios vivo, sea dado a conocer, para que el hombre pueda aprender a vivir con Dios, ante su mirada y en comu­nión con Él... La Iglesia no existe para sí misma, si­no para la humanidad. Existe para que el mundo lle­gue a ser un espacio para la presencia de Dios, espa­cio de alianza entre Dios y los hombres».
            En la actualidad encontramos a muchas personas que han dado la espalda a la Iglesia: unos porque piensan que es demasiado retró­grada, demasiado medieval, demasiado hostil al mundo y a la vida; otros, al contrario, porque creen que la Iglesia está a punto de traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo y, de este modo, perder su alma. Están desilusiona­dos como el amante traicionado y por eso piensan seriamente en volverle la espalda. En el fondo, en lugar de la Iglesia hemos colocado nuestra Igle­sia, miles de iglesias. Cada uno la suya. Detrás de nuestra iglesia o de vuestra iglesia ha desaparecido «su iglesia», la del Señor.
            Con el término «Iglesia» se designa al pueblo que Dios convoca y reúne desde todos los confines de la tierra, para constituir la asamblea de todos aquellos que, por la Fe y el Bautismo, han sido he­chos hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo.
            En la Sagrada Escritura encontramos muchas imágenes que ponen de relieve aspectos comple­mentarios del misterio de la Iglesia. El Antiguo Tes­tamento prefiere imágenes ligadas al Pueblo de Dios; el Nuevo Testamento, aquellas vinculadas a Cristo como Cabeza de este pueblo, que es su Cuer­po, y las imágenes sacadas de la vida pastoril (redil, grey, ovejas), agrícola (campo, olivo, viña), de la construcción (morada, piedra, templo) y familiar (esposa, madre, familia).



            Hoy estamos tentados a pensar que la Iglesia es como otras organizaciones o grupos de la sociedad, en los que los mecanismos de mayoría o minoría deben intentar darle una forma que sea aceptable por todos sus miembros. Pero de ese modo somos nosotros y siempre nosotros quienes ha­cemos la iglesia. Nosotros intentamos mejorarla y disponerla como una casa confortable. Nosotros queremos proponer programas e ideas que sean simpáticos al mayor número de personas. El hecho de que Dios mismo esté ayudando, de que Él mis­mo obre, no constituye en el mundo moderno un supuesto. Sin embargo al obrar así nos estamos comportando como lo que se expresa en la carta a los Corintios; confundimos la iglesia con un parti­do político y la Fe con un programa de partido.
            La Iglesia tiene su origen y realización en el de­signio eterno de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reu­nión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su muerte redentora y su Re­surrección. Más tarde, se manifestó como misterio de salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos.
            La misión de la Iglesia es la de anunciar e ins­taurar entre todos los pueblos el Reino de Dios inaugurado por Jesucristo. La Iglesia es el germen e inicio sobre la tierra de este Reino de salvación.
            La Iglesia es Misterio en cuanto que en su reali­dad visible se hace presente y operante una realidad espiritual y divina, que se percibe solamente con los ojos de la Fe.
            La Iglesia es sacramento universal de salvación en cuanto es signo e instrumento de la reconcilia­ción y la comunión de toda la humanidad con Dios, así como de la unidad de todo el género humano.


            La Iglesia es el Pueblo de Dios porque Él quiso santificar y salvar a los hombres no aisladamente, si­no constituyéndolos en un solo pueblo, reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
            Este pueblo, del que se llega a ser miembro me­diante la Fe en Cristo y el Bautismo, tiene por ori­gen a Dios Padre, por cabeza a Jesucristo, por con­dición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, por ley el mandamiento nuevo del amor, por mi­sión la de ser sal de la tierra y luz del mundo, por destino el Reino de Dios, ya iniciado en la Tierra.
            La Iglesia es cuerpo de Cristo porque, por me­dio del Espíritu, Cristo muerto y resucitado une consigo íntimamente a sus fieles. De este modo, los creyentes en Cristo, en cuanto íntimamente unidos a Él, sobre todo en la Eucaristía, se unen entre sí en la caridad, formando un solo cuerpo, la Iglesia. Di­cha unidad se realiza en la diversidad de miembros y funciones.
            Cristo «es la Cabeza del Cuerpo, que es la Igle­sia» (Col 1,18). La Iglesia vive de Él, en Él y por Él. Cristo y la Iglesia forman el «Cristo total» (san Agustín); «la Cabeza y los miembros, como si fue­ran una sola persona mística» (santo Tomás de Aquino).
            Llamamos a la Iglesia «esposa de Cristo» por­que el mismo Señor se definió a sí mismo como «el esposo» (Mc 2,19), que ama a la Iglesia uniéndola a sí con una Alianza eterna. Mientras el término «cuerpo» mani­fiesta la unidad de la «cabeza» con los miembros, el término «esposa» acentúa la distinción de ambos en la relación personal.
            La Iglesia es llamada templo del Espíritu Santo porque el Espíritu vive en el cuerpo que es la Igle­sia: en su Cabeza y en sus miembros; Él además edifica la Iglesia en la caridad con la Palabra de Dios, los sacramentos, las virtudes y los carismas. Los carismas son dones especiales del Espíritu Santo concedidos a cada uno para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y, en particular, para la edificación de la Iglesia, a cuyo Magisterio compete el discernimiento sobre ellos.


Iglesia «communio»

            A comienzos del siglo XX se contemplaba la Iglesia como «Sociedad Perfecta». Era más bien una visión apologética para defen­derla de los ataques exteriores, sociales, políticos y jurídicos. Se primaba, dentro de ella, a la jerarquía. Posteriormente, se intentaron dos líneas de reno­vación y de profundización: la primera, partía del misterio de la Iglesia como cuerpo místico de Cris­to, cuyos miembros somos los fieles. El acento re­caía en el aspecto interior y espiritual del carácter comunitario de la Iglesia. Pío XII en su encíclica Mystici Corporis, en 1943, lo expresó ampliamente. La otra línea se quería centrar en el tema de la Igle­sia como Pueblo de Dios y partía de la realidad histórica, visible y palpable de la Iglesia. El Papa Benedicto nos ha invitado a unir estas dos líneas: la Iglesia es pueblo de Dios por el cuerpo de Cristo. Y, desde ahí, se unen la realidad interior y exterior de la Iglesia. Es una unidad de naturaleza sacramental. La Iglesia es Sacramento de Cristo en este mundo. La Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios que vive del cuerpo eucarístico de Cristo y de la Pa­labra de Cristo; y de esta manera ella se vuelve cuerpo de Cristo.
            Unidos por el lazo de la Eucaristía, los cris­tianos se convierten en hermanos que atestiguan su comunión a través de la caridad fraterna. La Eu­caristía es el sacramento de la fraternidad. La Iglesia es co­munión. Es la comunión de Dios con los hombres en Cristo y, por lo mismo, de los hombres entre sí; y así es sacramento, signo e instrumento de salva­ción. La Iglesia es celebración de la Eucaristía y la Eucaristía es Iglesia. No es que marchen juntas, si­no que son lo mismo.
            La iglesia es también «communio ecclesiarum», es decir, comunión de iglesias locales. De la eclesiología eucarística nace la eclesiología de las iglesias locales que afirmó el Concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium y que se fun­damenta en clave eucarística.
            Por lo tan­to, la Iglesia una, vive en y a partir de muchas igle­sias locales en las que, bajo la guía del obispo local, está presente la Iglesia de Dios en su totalidad, siempre que esta iglesia local esté en comunión con las demás iglesias locales a través de su obispo. Es el mismo cuerpo eucarístico de Cristo el que une a to­das esas iglesias locales en la communio del único cuerpo de Cristo en el Espíritu Santo.
            En las primitivas iglesias, la communio se mani­festaba en la comunión eucarística cuando se ad­mitía a sus miembros a la propia celebración euca­rística. Si un cristiano viajaba a otra iglesia local, recibía de su obispo la carta de comunión que lo acreditaba como miembro de la comunidad de la Iglesia en su conjunto. El obispo es quien repre­senta y asegura el carácter apostólico y la catolici­dad de su iglesia local. Por eso, la communio de las iglesias locales se mostraba también en el reconoci­miento recíproco de los obispos y en la colegialidad del ministerio episcopal. Con esta eclesiología de communio se rompen dualismos en la Iglesia o vi­siones excesivamente mundanas. El núcleo de una sana eclesiología es la Eucaristía como fuente y cen­tro de la vida de la iglesia, y la naturaleza de la Igle­sia como sacramento en Cristo, como comunidad fraterna y como comunidad de iglesias locales.


            La Iglesia es una porque tiene como origen y modelo la unidad de un solo Dios en la Trinidad de las Personas; como fundador y cabeza a Jesucristo, que restablece la unidad de todos los pueblos en un solo cuerpo; como alma al Espíritu Santo, que une a todos los fieles en la comunión en Cristo. La Iglesia tiene una sola Fe, una sola vida sacramental, una única sucesión apostólica, una común espe­ranza y la misma caridad.
            La única Iglesia de Cristo, como sociedad consti­tuida y organizada en el mundo, subsiste (subsistit in) en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Solo por medio de ella se puede obtener la plenitud de los medios de salvación, puesto que el Señor ha con­fiado todos los bienes de la Nueva Alianza única­mente al colegio apostólico, cuya cabeza es Pedro.
            En las Iglesias y comunidades eclesiales que se separaron de la plena comunión con la Iglesia cató­lica, se hallan muchos elementos de santificación y verdad. Todos estos bienes proceden de Cristo e im­pulsan hacia la unidad católica. Los miembros de estas Iglesias y comunidades se incorporan a Cristo en el Bautismo, por ello los reconocemos como her­manos.
            El deseo de restablecer la unión de todos los cristianos es un don de Cristo y un llamamiento del Espíritu, concierne a toda la Iglesia y se actúa me­diante la conversión del corazón, la oración, el recí­proco conocimiento fraterno y el diálogo teológico.

Iglesia santa

            Benedicto XVI nos advierte de que la Iglesia es santa porque sus fieles lo son. Esta ha sido una ca­racterística perenne en la Iglesia. Muchas gentes se quedan defraudadas por el hecho de que no todos los cristianos sean santos. Dan un portazo y tildan a la Iglesia de mentirosa. La santidad en la iglesia consiste en que, por pecador que sea el hombre, Dios tiene poder para hacerla santa. El amor de Dios no se deja vencer por la incapacidad del hombre, si­no que lo acepta constantemente como pecador, lo transforma, lo santifica y lo ama.
            La Iglesia es santa porque Dios santísimo es su autor; Cristo se ha entregado a sí mismo por ella, pa­ra santificarla y hacerla santificante; el Espíritu Santo la vivifica con la caridad. En la Iglesia se encuentra la plenitud de los medios de salvación. La santidad es la vocación de cada uno de sus miembros y el fin de toda su actividad. Cuenta en su seno con la Virgen María e innumerables santos, como modelos e in­tercesores. La santidad de la Iglesia es la fuente de la santificación de sus hijos, los cuales, aquí en la tierra, se reconocen todos pecadores, siempre ne­cesitados de conversión y de purificación.

Iglesia católica

            La Iglesia es católica, es decir, universal, en cuanto que en ella Cristo está presente: «Allí donde es­tá Cristo Jesús, está la Iglesia católica» (san Ignacio de Antioquía). La Iglesia anuncia la totalidad y la integridad de la Fe; lleva en sí y administra la pleni­tud de los medios de salvación; es enviada en mi­sión a todos los pueblos, pertenecientes a cual­quier tiempo o cultura.
            Es católica toda iglesia particular formada por la comunidad de los cristianos que están en comunión, en la Fe y en los sacramentos, con su obispo ordenado en la sucesión apostólica y con la Iglesia de Roma, «que preside en la caridad» (san Ignacio de Antioquía).

Iglesia apostólica

            La Iglesia es apostólica por su origen, ya que fue construida «sobre el fundamento de los Apóstoles» (Ef 2,20); por su enseñanza, que es la misma de los Apóstoles; por su estructura, en cuanto es instrui­da, santificada y gobernada, hasta la vuelta de Cris­to, por los Apóstoles, gracias a sus sucesores, los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro.
            La palabra apóstol significa ‘enviado’. Jesús, el Enviado del Padre, llamó consigo a doce de entre sus discípulos, y los constituyó como Apóstoles su­yos, convirtiéndolos en testigos escogidos de su Re­surrección y en fundamentos de su Iglesia. Jesús les dio el mandato de continuar su misión, al decirles: «Como el Padre me ha enviado, así también os en­vío yo» (Jn 20,21) y al prometerles que estaría con ellos hasta el fin del mundo.
            La sucesión apostólica es la transmisión, me­diante el sacramento del Orden, de la misión y la po­testad de los Apóstoles a sus sucesores, los obispos. Gracias a esta transmisión, la Iglesia se mantiene en comunión de Fe y de vida con su origen, mientras a lo largo de los siglos ordena todo su apostolado a la difusión del Reino de Cristo sobre la tierra.


            Dado que la Eucaristía es el centro de la vida y donde se palpa que Dios está cerca de nosotros, el papa Benedicto XVI, ante la Eucaristía, solicita tres actitudes: estar, caminar y arrodillarse. Son las tres claves que encierra la solemnidad del Corpus Christi.

Estar (statio): Solo la Eucaristía es capaz de unir a las personas de todos los pueblos, las razas y las culturas. Por eso, en un principio, en la ciu­dad solo había una Eucaristía y un obispo. Cuando se crearon otras iglesias en Roma, el Pa­pa, en Cuaresma celebraba la Eucaristía en to­das ellas para reforzar este signo de comunión (misa estacional): los cristianos se dirigían a ca­da una de las iglesias como signo de comunión visible. Así el Corpus une a todos los fieles en una sola y principal Eucaristía, y rompe «parti- cularismos-parroquialismos» y «soledades, pro­pias de la urbe». La Eucaristía rompe, además, particularismos y egoísmos: no nos reunimos en torno a un interés privado, o de este o aquel grupo, sino en el «interés» que Dios tiene por nosotros y en el que depositamos todos nues­tros intereses particulares. Juntos en solidaridad con el Señor. Extensible a toda la humanidad.

Caminar con el Señor (procedere, proceso): Al caminar hacia el Señor, trascendemos nuestros propios prejuicios, nuestros límites y nuestras barreras..., tanto a nivel histórico-humano como eclesial. La Euca­ristía nos convierte en peregrinos, y sabemos que Cristo está en medio de nosotros, como pan-sangre y Palabra. Y nos pide que, por donde caminemos, con su Espíritu, transformemos la realidad para hacer no «otro mundo», sino de es­te mundo «otro».

Arrodillarse ante el Señor: Si el Señor se nos da, solo nos queda inclinarnos ante Él, glorificarlo y adorarlo. No va en contra de la dignidad, de la li­bertad, de la belleza o de la grandeza del hom­bre. Al inclinarnos ante Él, nuestra libertad no solo no queda supri­mida, sino que es asumida, purificada y elevada. Él mismo se ha inclinado para lavarnos los pies. Adorar es meternos en la dinámica del amor que no solo no esclaviza, sino que transforma y que se traduce en fraternidad y en alegría.


            Los fieles son aquellos que, incorporados a Cristo mediante el Bautismo, han sido constituidos miembros del Pueblo de Dios; han sido hechos partícipes, cada uno según su propia condición, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, y son llamados a llevar a cabo la misión confiada por Dios a la Iglesia. Entre ellos hay una verdadera igualdad en su dignidad de hijos de Dios.
            En la Iglesia, por institución divina, hay «minis­tros sagrados», que han recibido el sacramento del Orden y forman la jerarquía de la Iglesia. A los de­más fieles se los llama «laicos». De unos y otros pro­vienen fieles que se consagran de modo especial a Dios por la profesión de los consejos evangélicos: castidad en el celibato, pobreza y obediencia.


            Cristo instituyó la jerarquía eclesiástica con la misión de apacentar al Pueblo de Dios en su nom­bre, y para ello le dio autoridad. La jerarquía está formada por los ministros sagrados: obispos, pres­bíteros y diáconos. Gracias al sacramento del Or­den, los obispos y presbíteros actúan, en el ejerci­cio de su ministerio, en nombre y en la persona de Cristo Cabeza; los diáconos sirven al Pueblo de Dios en la diaconia (servicio) de la palabra, de la liturgia y de la caridad.
            A ejemplo de los doce Apóstoles, elegidos y en­viados juntos por Cristo, la unión de los miembros de la jerarquía eclesiástica está al servicio de la co­munión de todos los fieles. Cada obispo ejerce su ministerio como miembro del colegio episcopal, en comunión con el Papa, haciéndose partícipe con él de la solicitud por la Iglesia universal. Los sacerdotes ejercen su ministerio en el presbiterio de la Iglesia particular, en comunión con su propio obispo y bajo su guía.
            El ministerio eclesial tiene también un carácter personal, en cuanto que, en virtud del sacramento del Orden, cada uno es responsable ante Cristo, que lo ha llamado personalmente, confiriéndole la misión.
            El Papa, Obispo de Roma y sucesor de san Pe­dro, es el perpetuo y visible principio y fundamen­to de la unidad de la Iglesia. Es el Vicario de Cristo, cabeza del colegio de los obispos y pastor de toda la Iglesia, sobre la que tiene, por institución divina, la potestad plena, suprema, inmediata y universal.
            El colegio de los obispos, en comunión con el Papa y nunca sin él, ejerce también la potestad su­prema y plena sobre la Iglesia.
            La infalibilidad del Magisterio se ejerce cuando el Romano Pontífice, en virtud de su autoridad de Supremo Pastor de la Iglesia, o el colegio de los obispos en comunión con el Papa, sobre todo reu­nido en un Concilio Ecuménico, proclaman con acto definitivo una doctrina referente a la Fe o a la moral; y también cuando el Papa y los obispos, en su Magisterio ordinario, concuerdan en proponer una doctrina como definitiva. Todo fiel debe adhe­rirse a tales enseñanzas con el obsequio de la Fe.


            El sacerdo­cio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones pa­ra estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto, que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año he­mos querido de nuevo considerar y comprender.
            En relación al presbítero, desde la doctrina del Vaticano II y del magisterio mayor y menor de los papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, po­demos deducir a modo de siete grandes perfiles:
            1. El presbiterado, participación sacramental y ministerial en el sacerdocio de Cristo: Debido a esta participación ontológica del sacer­docio de Cristo, el presbítero está verdaderamente consagrado, es hombre de lo sagrado, entregado, como Cristo, al culto, y es el administrador por ex­celencia de los sacramentos; por ello se deben evi­tar interpretaciones secularizantes que hacen del presbítero un simple instaurador o difusor de la justicia y amor en el mundo.
            2. El presbítero como evangelizador: Aunque en la Iglesia todos estamos llamados a anunciar la Buena Nueva de Jesús, el anuncio de la Palabra de Dios es la primera función de los presbí­teros. Esta palabra que predican no es suya, ni debe ser única­mente expresión de problemas e inquietudes hu­manas: es Palabra Divina, en estrecha unión con los sacramentos, por medio de los cuales Cristo co­munica y desarrolla la vida de la gracia.
            El anuncio de esta Palabra evangelizadora tiene como efecto suscitar y alimentar la Fe, y contribuir al desarrollo de la Iglesia. Y esta Palabra ofrece diversas expresiones: testimonio de vida; predica­ción explícita; catequesis, y aplicación de la verdad revelada a la solución de casos concretos y proble­mas de pastoral.
            3. El presbítero como pastor de la comunidad: El presbítero es colaborador de los obispos no solo en el magisterio (enseñar) o en el ministerio sacramental (santificar), sino también en el gobier­no pastoral de la comunidad cristiana. Los pres­bíteros reúnen en el nombre del obispo, la familia de Dios, como una fraternidad de una sola alma, y por Cristo, en el Es­píritu, la conducen a Dios Padre.
            4. El presbítero, hombre de oración y de caridad: Un fructífero ejercicio del sacerdocio no es po­sible sin la oración, que previene al presbítero del peligro de olvidar la vida interior privilegiando so­lo la acción. La oración es una exigencia que brota tanto de su vida personal como del ministerio apostólico.
            Por otra parte, el presbítero es, inseparablemen­te, un hombre de caridad. Esta caridad y amor debe ser humilde, compasivo, martirial: hasta dar la vida por su grey. Se debe guardar un equilibrio: ser testigos y dispensadores de otra vida mayor que la te­rrena, pero al mismo tiempo sin permanecer extra­ños a la vida y problemas de los hombres de su tiem­po. Siguiendo al Concilio, podemos señalar algunas actitudes concretas de esta caridad pastoral: conocer las ovejas personalmente: acoger a la gente como Jesús; cultivar y practicar virtudes apreciadas socialmente en el trato, como la bondad, sinceridad, fortaleza, constancia, asidua preocupación por la justicia, paciencia, afabilidad, sociabilidad.
            5. El presbítero insertado en la sociedad: en el mundo sin ser mundanos: En cuanto a los bienes temporales, el presbíte­ro debe cultivar el espíritu sincero y profundo de pobreza; si no estaría traicionando el Evangelio mismo. Aunque puede y debe administrar sus bie­nes, debe hacerlo a la luz del Evangelio. En este sentido, Cristo sigue siendo el modelo de despren­dimiento de los bienes terrenos. Actitudes que cul­tivar son: desinterés y desprendimiento, renuncia a la avidez de posesiones, estilo de vida sencillo, re­chazo de toda apariencia de lujo u ostentación, y gratuidad en su entrega. Tanto los obispos como los presbíteros deben evitar todo aquello que «pu­diera hacer alejarse a los pobres». Es deseable, fi­nalmente, que el presbítero ejerza su ministerio a tiempo pleno.
            En cuanto a la relación del presbítero con la so­ciedad civil, aunque el mensaje evangélico es libe­rador, Jesucristo nunca quiso empeñarse en un movimiento político.
            6. El presbiterio y la comunión presbiteral: Jesús llamó a los discípulos, a los Doce, en el marco de comunión, formando una unidad mutua. Incluso a los setenta los envió de dos en dos. Hoy, los obispos, como los presbíteros, siguen siendo llamados «en y para» la comunión. Se enmarca es­ta vivencia de la comunión dentro de la necesaria «negación de uno mismo». Aunque la llamada al sacerdocio es personal, se vive en comunión.
            Esta comunión presbiteral tiene dos dimensio­nes: la relación con sus obispos, y con los demás miembros del presbiterio.
            7. El presbítero y la vivencia del celibato: La Iglesia ha defendido y defiende que el celi­bato entra en la lógica de la consagración sacerdo­tal y de la consiguiente pertenencia total a Cristo, con miras a su vida espiritual y a la evangelización. De los Evangelios y de la primera carta a los Corin­tios se deduce que no es bueno que el sacerdote es­té dividido. Y aunque la perfecta continencia no pertenece a la esencia del sacerdocio como Orden y no está impuesta en todas las Iglesias, sin embar­go no existen dudas en torno a su conveniencia y congruencia con las exigencias de este mismo Or­den sagrado. En la vivencia del celibato, el modelo es Jesús y su opción de radicalidad por el Reino de los cielos (Mt 19,12). Jesús no promulgó una ley, si­no que propuso un ideal para el nuevo sacerdocio que instituyó.

5.3.Los fieles laicos

            Los fieles laicos tienen como vocación propia la de buscar el Reino de Dios, iluminando y ordenan­do las realidades temporales según Dios. Respon­den así a la llamada a la santidad y al apostolado, que se dirige a todos los bautizados.
            Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo cuando ofrecen como sacrificio espiritual «agradable a Dios por mediación de Jesucristo» (1 Pe 2,5), sobre todo en la Eucaristía, la propia vida con todas las obras, oraciones e iniciativas apostó­licas, la vida familiar y el trabajo diario, las moles­tias de la vida sobrellevadas con paciencia, así co­mo los descansos físicos y consuelos espirituales. De esta manera, también los laicos, dedicados a Cristo y consagrados por el Espíritu Santo, ofrecen a Dios el mundo mismo.
            Los laicos participan en la misión profética de Cristo cuando acogen cada vez mejor en la Fe la Pa­labra de Cristo, y la anuncian al mundo con el tes­timonio de la vida y de la palabra, mediante la evangelización y la catequesis. Este apostolado «adquiere una eficacia particular porque se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (Lumen Gentium, 35).
            Los laicos participan en la misión regia de Cris­to porque reciben de Él el poder de vencer el peca­do en sí mismos y en el mundo, por medio de la ab­negación y la santidad de la propia vida. Los laicos ejercen diversos ministerios al servicio de la comu­nidad, e impregnan de valores morales las activida­des temporales del hombre y las instituciones de la sociedad.
            A la hora de plantearse las líneas maestras de una teología y espiritualidad laica, debemos seña­lar las tres grandes tendencias actuales:
            1. Ser laico es ser cristiano sin más
            2. La secularidad como rasgo específico de los laicos
            3. La alternativa comunidad/ministerios
            Marcadas las diferencias o matices de las tres corrientes de teología y espiritualidad laical, las tres tendencias consideran su­perado el binomio clérigo-laico.
            El Sínodo de 1987 sobre los laicos y a la exhortación Christifideles Laici nos han descrito perfectamente la espirituali­dad laical:
            1. Los fieles laicos «son» Iglesia (Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo y partícipes, a su modo, de la función real, sacer­dotal y profética del mismo Jesucristo).
            2. La dignidad de los fieles laicos («desde donde se es laico») radica en su inserción sacramental en Jesucristo, y en una Iglesia que es misterio sal­vifico de Cristo. Desde aquí están llamados a la santidad.
            3. Los fieles laicos son corresponsales en la edifi­cación de la misma y única Iglesia-comunión («en donde se es laico») mediante el ejercicio de los carismas, ministerios, oficios y funciones pro­piamente laicales. Todo ello en la Iglesia Universal-Particular, tanto de forma individual como asociada y tanto desde la radical consagración bautismal como desde una especial consagra­ción laical, con sanos y ricos «acentos» plurales tal y como se expresan en los diversos grupos, movimientos, asociaciones e institutos laicales.
            4. Los fieles laicos son corresponsables de la única y misma misión eclesial («para donde el laico es») que hoy se denomina «nueva evangelización», tanto en el ámbito de viejas y nuevas Igle­sias como en la denominada «missio ad gentes» (evangelización de pueblos y culturas no cristianos). Esta misión de la Iglesia, y por lo mismo del lai­cado, se define como la defensa de los derechos humanos, personales y colectivos, según el Plan de Dios para la humanidad (su Reinado).
            Podemos resumir la teología y espiritualidad laical en estos cuatro puntos cardinales: como Norte el amor apasionado y la conversión sincera a Jesucristo; como Sur, la ex­periencia de comunión eclesial; como Este, una se­ria y continuada formación permanente, y la viven­cia de la espiritualidad, para saber dar razón de la Fe y esperanza; y, como Oeste, la transformación de todas las realidades socioculturales y «munda­nas» desde las claves del Reinado evangélico.

5.4.Los fieles de especial consagración

            La vida consagrada es un estado de vida reco­nocido por la Iglesia, una respuesta libre a una lla­mada particular de Cristo, mediante la cual los consagrados se dedican totalmente a Dios y tien­den a la perfección de la caridad, bajo la moción del Espíritu Santo. Esta consagración se caracteriza por la práctica de los consejos evangélicos.
            La vida consagrada participa en la misión de la Iglesia mediante una plena entrega a Cristo y a los hermanos, dando testimonio de la esperanza del Reino de los Cielos.
            Se ha escrito que Benedicto XVI considera a las órdenes religiosas como preciosos laboratorios en los cuales unas vidas basadas en la verdad objetiva podrían ponerse como ejemplo ante un mundo se­cularizado y relativista, a modo de recordatorio de lo que el espíritu humano puede lograr cuando es­tá de acuerdo con el plan de Dios.
            Desde el Concilio Vaticano II, se ha venido re­descubriendo la identidad y misión de la vida de especial consagración a la luz del misterio de la Tri­nidad. Profundizamos en ello.

La vida consagrada como un modo peculiar de seguir a Jesús en comunidad

            En los Evangelios, se dan diversos grupos de personas que siguen a Jesús: las multitudes (Mc 1,22; 3,7); los publicanos y pecadores que se con­vierten (Mc 2,15; Lc 15,1); quienes salen a su en­cuentro para compartir su vida (v. g.: Joven rico [Lc 9,57; Mt 8,19]; las mujeres [Lc 23,49]); los enviados a predicar y que participan de su misión (Lc 10,1); y Los Doce (Mc 3,13-14).
            El origen del seguimiento de Jesús se funda en una experiencia: el encuentro con su persona y hacer de ello una forma de vida. Y esto implica partici­par de su misión: predicar la Buena Nueva e instau­rar el Reino (Mt 4,18-19); cumplir con tres exigencias “fundamentales: primero, relativizar los vínculos familiares por amor a Jesús y entrega al Reino (Lc 14,26), que se traduce más tarde en castidad; se­gundo, relativizar las riquezas (Lc 5,14,33) para mostrar que la llegada del Reino no se apoya en medios humanos, sino en la fuerza de Dios y en la total disponibilidad y entrega, que se traduce en pobreza; y, por último, llevar la cruz (Lc 9,23; 14,27), que se traduce en obediencia.
            La vida de especial consagración siempre ha mirado, como ideal de vida, a la comunidad primi­tiva descrita en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2): es una comu­nión, teniendo un solo corazón y una sola alma; al servicio del Evangelio; se fundamenta en la Fe co­mún de la enseñanza de los Apóstoles; se alimenta de la fracción del pan y de la oración; y vive la pues­ta en común de los bienes (tenían todo en común).

La vida consagrada: un carisma en la Iglesia y para la Iglesia

            En la Iglesia primitiva aparecen dones particu­lares otorgados a individuos para común utilidad (1 Cor 12,7). A esto se llama «carismas».
            Estos carismas tienen un origen trinitario: es el Espíritu quien los distribuye (1 Cor 12,11), son co­mo ministerios que confiere el Señor Jesús (1 Cor 12,5); es Dios Padre quien obra todo en todos (1 Cor 12,6). La vida consagrada pertenece también al aspecto carismático de la Iglesia.

La vida consagrada hoy

            El Vaticano II fue decisivo para actualizar hoy el ser y misión de la vida de especial consagración:
            -Restituyó a los laicos categorías como voca­ción, consagración, carisma o misión, así como la universal llamada a la santidad y la vivencia de los consejos evangélicos.
            -Habló de la secularidad de toda la Iglesia, aun­que matizaría: los laicos viven una «índole secu­lar plena», mientras que los consagrados viven una secularidad «reducida» (son símbolo de lo originario y profecía escatológica).
            -Subrayó la categoría o «sustantivo común» de «christifideles» para las diversas formas de vida o «adjetivos»: laicos, sacerdotes y religiosos.
            -Dentro de la vida de especial consagración exis­ten christifideles laicos y christifideles ordena­dos para hacer realidad dos caras de la Iglesia: la misión interna (comu­nión) y la misión externa (evangelización).
            -La consagración, más que fruto de una iniciati­va personal, es un signo de Dios que llama. Más que consagrarse, el religioso es consagrado por Dios y, en el Espíritu, se va configurando con Cristo. Esto es lo que da unidad a la identidad y misión.
            -La vida de especial consagración se tiene que inculturar en los diversos mundos y culturas. En el mundo desarrollado, testigos de trascen­dencia ante la secularidad y de vida fraterna an­te el individualismo y el consumismo; en el mundo subdesarrollado, reclamo profético an­te la injusticia y signo de dónde está la fuente para una liberación integral.
            -Sin olvidar que los consagrados están al servi­cio del Reino que tiende a su consumación es­catológica («Ya, pero todavía no»). Este dato convierte a la vida de especial consagración en signo e instrumento para el diálogo en la socie­dad y en la Iglesia; signo e instrumento de con­vivencia y colaboración solidaria; signo e ins­trumento de justicia y paz; signo e instrumento para abrir nacionalismos cerrados; signo e instrumento de opción preferencial por los más pobres y excluidos en la globalización.


            Benedicto XVI ha visto siempre en los nuevos movimientos eclesiales «modos fuertes de vivir la Fe», y una provocación saludable de que la iglesia necesita siempre una especie de profecía que preanuncia el futuro.
            Los movimientos rebasan la frontera de la iglesia local para insertarse en «la catolicidad, en la universalidad», y legar hasta los confines de la tierra. A los movimientos los une un vínculo muy estrecho con el ministerio y misión del sucesor de Pedro en la Iglesia universal. Es verdad que el papa­do no ha creado movimientos, pero ha sido su apo­yo y su pilar esencial en la estructura de la Iglesia. El papa necesita estos servicios, y estos servicios le necesitan a él; y en la reciprocidad de ambas clases de misión se logra la sinfonía de la vida eclesial.
            Benedicto XVI advierte de algunas claves de discernimiento: advierte a las nuevas realidades de los riesgos de una condición aún «adolescente» (exuberancia, unilateralidad, absolutizaciones, etc.), pero, al mismo tiempo, previene a los pasto­res a no caer en tentaciones de «vejez», como la uniformidad absoluta en la organización o en la pro­gramación pastoral. Solicita «menos organización y más Espíritu Santo».
            Los movimientos tienen la especificidad de ayu­dar a reconocer en una gran Iglesia, que parecería solamente como una gran organización universal, que es, al mismo tiempo, la casa donde se encuen­tra la familia de Dios, esa gran familia universal de los santos de todos los tiempos. Los movimientos son comunidades basadas en una Fe profunda, en los que se palpa la fuerza del Evangelio. Por eso las iglesias locales y los movimientos no deben estar en contraste entre sí, sino que deben constituir la es­tructura viva de la Iglesia.
            En definitiva, se solicita creatividad en la fideli­dad. Sin olvidar unas proféticas palabras del carde­nal J. Ratzinger, hoy Benedicto XVI, en un contexto análogo al que hemos venido tratando: «Participad en la edificación del único cuerpo. Los pastores es­tarán atentos a no apagar el Espíritu (1 Tes 5,19) y vosotros aportaréis vuestros dones a la comunidad entera. Una vez más: el Espíritu sopla donde quie­re, pero su voluntad es la unidad. El nos conduce a Cristo, a su Cuerpo... El Espíritu Santo quiere la unidad, quiere la totalidad. Por eso, su presencia se demuestra finalmente también en el impulso mi­sionero».
            Sin olvidar lo que los movimientos hacen (evan­gelizar significa el «arte de vivir»), existe la tenta­ción de la impaciencia, la de buscar inmediatamen­te el éxito. Dios no cuenta con los grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia. El Reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El Reino de Dios es Dios mis­mo. Reino de Dios quiere decir: Dios existe, Dios vi­ve, Dios actúa.

7. Iglesia de sinodalidad

            Los sínodos son una llamada del Espíritu para un nuevo Pentecostés misionero y una nueva pri­mavera eclesial. En ellos, como en la Iglesia, el pro­tagonismo es de la Trinidad: el Padre nos convoca de nuevo (ekklesia), en un tiempo de gracia (kairos) en Cristo por el Espíritu. Se trata, en lo profundo, de redescubrir nuestras iglesias como Iglesias «Tri­nitarias»: Pueblo de Dios (desde el Padre), Cuerpo de Cristo (desde el Hijo), Templo del Espíritu (desde el Espíritu Santo). Una Iglesia que se sabe «no para ella misma», sino como Sacramento Universal de Salvación (Evangelio Nuntiandi).
            El sínodo es una convocatoria del obispo (que ejerce su episkopé), quien, personificando a Cristo Cabeza, Siervo y Pastor, desde la presidencia de la dimensión eucarística, nos convoca (ekklesia) para redescubrir al mismo Cristo (el mejor misterio que tenemos), y así fortalecer la comunión y la misión.
            Todo ello en un contexto concreto sociocultu­ral, para desarrollar una Iglesia de totalidad, en la que todos somos necesarios, y todos hemos sido dotados con diversos carismas, vocaciones, minis­terios y funciones.
            Junto a la visita pastoral, es una mediación pri­vilegiada de gobierno del obispo para insistir en la llamada continua a la misión desde la conversión personal y la renovación de estructuras pastorales...
            Un sínodo es un evento muy especial en el que un obispo quiere hacer participar a todos los estados de vida cristiana: sacerdotes, religiosos, laicos; si bien, los sacerdotes de un modo especial por su vinculación sacramental y de estrecha colabora­ción con el orden episcopal. Con una convicción eclesiológica, señalada ya por Tertuliano: «Nada sin el obispo; nada sin vuestro consejo; nada sin la vo­luntad decidida de ser y sentirnos todos la única Iglesia».

¿Qué significa que la Iglesia es una, santa, católi­ca, apostólica?
¿Por qué definió el Concilio Vaticano II a la Igle­sia como «sacramento de comunión y misión»?
¿Qué es lo más específico o característico de la vocación laical, de especial consagración y del sacerdo­cio ministerial?
¿Por qué en los últimos años se ha destacado la dimensión «sinodal» de la Iglesia y la celebración de sí­nodos?

No hay comentarios:

Publicar un comentario